Ataques a la prensa en el 2008: Introducción

Por Joel Simon

En 2008, las cifras de periodistas caídos y encarcelados bajaron en ambos casos por primera vez desde que se lanzó la lucha contra el terrorismo tras los ataques del 11 de septiembre. La guerra contra el terror tuvo un efecto devastador sobre los periodistas y será difícil revertir las tendencias. A lo largo de siete años, los periodistas fueron blanco de asesinatos en números record, mientras que el deterioro en el marco legal internacional llevó a un aumento en el número de periodistas encarcelados.

Una de las pérdidas se sintió de inmediato tras el 11 de septiembre -el fotógrafo independiente William Biggart murió mientras cubría el ataque al World Trade Center- pero pronto se hizo evidente que los peligros que afrontarían los periodistas iban a ser profundos y duraderos. Mientras los Estados Unidos se preparaban para la guerra en Afganistán, funcionarios del gobierno de Bush hicieron saber que esperaban el apoyo de la prensa a los esfuerzos militares del país. La Secretaria de Estado, Condoleezza Rice, les dijo a ejecutivos de la televisión en un llamado en conferencia que no debían transmitir videos de Osama bin Laden porque podían contener mensajes en clave. El vocero del Presidente George W. Bush, Ari Fleischer, advirtió que los estadounidenses “necesitan vigilar lo que dicen, vigilar lo que hacen”. La implicancia: sería irresponsable que los medios realicen críticas en tiempos de crisis. El sentimiento fue adoptado de modo entusiasta por regímenes autocráticos en todo el mundo.

Nueve periodistas cayeron en cumplimiento de su labor cuando cubrían la invasión a Afganistán en 2001, preludio a un conflicto inclusive más peligroso en Irak. Los periodistas esperaban una recepción hostil por parte del Talibán, pero también encontraron actitudes poco amistosas entre las fuerzas del ejército estadounidense y de otros países occidentales. Militares estadounidenses detuvieron a periodistas en varias ocasiones, incluyendo el episodio de febrero de 2002 en el cual soldados arrestaron al periodista Doug Struck del diario The Washington Post a punta de pistola y le impidieron investigar informes sobre bajas entre la población civil. En noviembre, el ejército bombardeó las oficinas de Al Jazira en Kabul, alegando en ese momento que eran “conocidas instalaciones de al-Qaeda”. Un mes después, el camarógrafo de Al Jazira, Sami al-Haj, fue detenido en la frontera entre Pakistán y Afganistán y luego enviado a Guantánamo, Cuba, donde fue recluido como combatiente enemigo durante 6 años. Nunca se lo acusó de un delito.

En enero de 2002, un grupo de secuestradores en Pakistán retuvo al reportero Daniel Pearl, del The Wall Street Journal, capturando la atención de todo el mundo y luego envió un brutal mensaje. El asesinato de Pearl dejó bien claro que no habría ningún camino seguro. Grupos de militantes islámicos consideraron a los periodistas como emisarios de sus enemigos. No les interesaba contarles sus historias a los reporteros porque no tenían interés en la opinión pública de Occidente. Usaron la Internet para comunicarse directamente con sus seguidores, el único público a quienes les interesaba llegar. Era éste un nuevo y espeluznante panorama para el periodismo mundial, cuyo rol tradicional como canal de llegada al público significó que habían sido tolerados, a veces hasta bienvenidos, por los grupos más extremistas.

Esta dinámica se puso en juego de modo dramático en Irak, donde los periodistas se vieron atrapados entre los militantes que querían matarlos y las fuerzas del ejército que querían controlarlos. Mientras que el ejército estadounidense implementó un programa para acomodar a miles de periodistas “incorporados” en el ejército para acompañar a las fuerzas invasoras, los periodistas no incorporados o independientes descubrieron que nada podía darse por sentado cuando se trababa de su seguridad.

En una acción que nunca se explicó totalmente, un tanque estadounidense abrió fuego contra el Hotel Palestina, conocida base de operaciones para los medios internacionales, y dio muerte a dos reporteros. La investigación del CPJ determinó que el personal del tanque creía que estaban disparándole a un detector de artillería. Los comandantes sabían que el hotel estaba colmado de periodistas, concluyó el CPJ, pero no lograron transmitir la información a las tropas en el campo.

En los próximos cinco años, los periodistas se vieron atrapados entre el ejército y los militantes. En total, al menos 16 periodistas cayeron víctimas de las fuerzas estadounidenses en Irak. Aunque el CPJ reveló que ninguna de las muertes había sido un ataque deliberado sobre la prensa, también concluimos que ninguno de los casos se había investigado a fondo -incluyendo el bombardeo a las oficinas de Al Jazira en Bagdad, en el que murió el periodista Tareq Ayyoub.

Grupos de militantes, por otra parte, han individualizado a periodistas y han hecho la guerra a los medios hasta hoy. Con 136 periodistas y 51 trabajadores de medios caídos, la guerra en Irak ha sido el conflicto más letal para los medios en la historia reciente, según nuestra investigación, y acaso el más peligroso de todos los tiempos.

Mientras los periodistas perdían la vida en Irak, el marco legal internacional para los medios también se deterioraba, llevando a un marcado aumento en la cifra de periodistas encarcelados en todo el mundo. El número de reporteros en prisión se elevó de 81 a fines de 2000 a 118 hacia fines de 2001 y ha permanecido pertinazmente alto desde entonces, promediando una cantidad de 128 periodistas presos por año. No es de extrañar que los Estados Unidos hayan figurado en la lista anual de periodistas en prisión en todos los años durante este período. Decenas de periodistas fueron detenidos por el ejército de los Estados Unidos en Irak y Afganistán, al menos 14 de ellos durante períodos prolongados y sin el debido proceso. Ninguno de los reporteros detenidos por el ejército fue condenado por algún delito.

Si bien los encarcelamientos por parte de los Estados Unidos son proporcionalmente bajos en el cálculo mundial, tienen un impacto desproporcionado en el resto del mundo. Las acciones y la retórica estadounidense sugerían que llevar tras las rejas a reporteros por acusaciones de lenguaje impreciso sobre la seguridad era una práctica aceptable. Vimos como otros países del mundo adoptaron, de modo oportuno y cínico, la retórica del gobierno de Bush sobre la guerra contra el terror para justificar políticas represivas. En Colombia, los militares reafirmaron que los periodistas deben estar del lado del gobierno en la guerra contra las guerrillas “narcoterroristas”. En China, el gobierno comenzó a referirse habitualmente a los separatistas de Uighur como “terroristas” mientras impuso serias restricciones a la cobertura periodística de esta impaciente región.

Dos países, Cuba y Eritrea, lanzaron amplias olas represivas contra la oposición usando como pantalla la supuesta guerra contra el terror. Eritrea clausuró periódicos y detuvo masivamente a periodistas en los días posteriores a los ataques del 11 de septiembre, mientras Cuba reprimió a la prensa duramente durante la invasión de los Estados Unidos a Irak. Unos 36 de estos periodistas y editores siguen presos en durísimas condiciones.

Cuarenta y un periodistas cayeron en cumplimiento de su labor en 2008, una notable baja en comparación con los años anteriores. Una marcada reducción en el número de periodistas caídos en Irak llevó a esta baja generalizada. Mejores condiciones de seguridad en Irak y, posiblemente, una reducción en el número de corresponsalías extranjeras en Bagdad ayudó a disminuir las bajas entre periodistas. Muchos reporteros caídos en años anteriores habían sido atacados por sus vínculos con medios occidentales.

Los 125 periodistas encarcelados constituyeron una modesta merma en comparación con años anteriores. En los Estados Unidos había un periodista detenido a fin de año: Ibrahim Jassam, fotógrafo de Reuters, quien continuaba bajo custodia militar aun cuando el Tribunal Penal Central iraquí no halló evidencia para mantenerlo detenido y ordenó su liberación.

La caída en estos dos indicadores principales de la libertad de prensa es un punto de inflexión que los medios, el CPJ y otros defensores de la libertad deben aprovechar. El gobierno de Obama ha prometido redefinir la guerra contra el terror cerrando el centro de detención de Guantánamo y trasladando el foco militar de Irak a Afganistán. Lamentablemente, algunos de los mismos retos que la prensa afrontó en Irak aparecen ahora en Afganistán, donde ha habido un pico en el número de secuestros de periodistas.

Existen formas de limitar las pérdidas futuras para los medios. En primer lugar y principalmente, el Presidente Barack Obama debe reconocer que siempre que los Estados Unidos fracasen en la defensa de la libertad de prensa en su país o en el campo de batalla, sus acciones tendrán un efecto dominó en el resto del mundo. Si la libertad de prensa se defiende sin reservas a nivel doméstico, poniendo fin a la práctica de detenciones indefinidas de periodistas, e investigando y aprendiendo de cada instancia en la cual el ejército sea responsable de la muerte de un periodista, Obama puede enviar un mensaje inequívoco sobre el compromiso del país con la protección de la libertad de prensa. Estas políticas podrían acelerar las bajas en los números de periodistas caídos y encarcelados. Ciertamente, será mucho más difícil que los gobiernos del mundo justifiquen sus propias políticas represivas citando las acciones emprendidas por los Estados Unidos.


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