El presidente prometió defender a los periodistas con un programa federal de protección para periodistas, un nuevo fiscal especial y una nueva ley que convertiría a la violencia contra de la prensa en un delito federal. Ha fracasado en casi todas sus iniciativas.
En el sofá de su living, con sus dos hijos varones cerca, Jorge Medellín apenas pudo soportar los angustiosos pensamientos que cruzaron su mente. Se tomó de las muñecas, se meció con fuerza en el sofá, dio saltos cruzando la habitación y luego regresó a sentarse. Estaba casi seguro de que iba a ser asesinado por lo que había escrito sobre un general del Ejército mexicano en el periódico Milenio. No había mucho en la nota, en realidad, pero el general terminó saliendo mal parado. Medellín, quien ha cubierto temas de seguridad durante 15 años, interpretó los comentarios anónimos exhibidos en su nota en el sitio de Internet del diario como amenazas de muerte. No creyó que el gobierno lo fuese a proteger. Pensó, de hecho, que en caso de ser asesinado las órdenes habrían sido impartidas por oficiales del ejército que descansarían en el historial casi completo de fracasos de México en el esclarecimiento de asesinatos de periodistas.
Los periodistas mexicanos atienden el más mínimo indicio de amenaza con seriedad porque saben que es tan fácil asesinar a un periodista y salir indemne. La palabra que define esta situación es impunidad: asesinar sin consecuencias. Ninguna para el asesino, al menos. Pero las consecuencias para el pueblo mexicano son graves: los periodistas tienen miedo de cumplir con su labor informativa.
Fue esta realidad la que hizo que Medellín sufriera tanto. Pensó que efectivamente existía la posibilidad de que dejara viuda a su mujer y sin padre a sus hijos por escribir una nota que sólo era leve en su profundidad, pero aún así cruzaba la línea de lo que estaba permitido. “¿Qué me estaba pasando?”, se preguntó Medellín. “¿Por qué no me di cuenta de lo que sucedería? Conozco a esta gente”. Ya había ido a ver a sus amigos del ejército y a la inteligencia civil para pedirles protección. Pero ni siquiera sus amigos podían estar seguros de que los guardaespaldas federales no serían comprados. “Me dicen que no pueden confiar ni en su propia gente, porque si me matan no se va a investigar nada”, Medellín indicó al CPJ esa tarde del 1 de noviembre de 2010.
Fue un momento importante en la lucha contra la impunidad en México. Sólo cinco semanas antes, el Presidente Felipe Calderón Hinojosa había prometido ante una delegación del CPJ, la Sociedad de Prensa Interamericana y al país entero que se movería con firmeza para proteger a la asediada prensa mexicana. Se establecería un programa de protección para periodistas, un nuevo fiscal especial llevaría a juicio a los asesinos y una nueva legislación convertiría a la violencia en contra de la prensa en un delito federal.
Pero a lo largo del año 2011, según la investigación del CPJ, Calderón y su gobierno fracasaron en casi todas sus iniciativas.
El caso de Jorge Medellín, que siente tanta desconfianza de su gobierno que preferiría quedarse solo antes que contar con protección federal, ejemplifica la profundidad de la crisis. El lanzamiento por parte del gobierno federal de un confuso “mecanismo de protección” para periodistas amenazados hace más de un año, combinado con un fiscal especial falto de personal e incapaz de obtener condenas en casos de asesinatos de periodistas, ha generado un profundo cinismo en la prensa. Muchos también observan cómo se evapora el compromiso del presidente con la federalización de los delitos contra la prensa, dejando las investigaciones en manos de cuerpos policiales estatales considerados más corruptos que las fuerzas federales. Acaso, se preguntan, ¿ha perdido el presidente la voluntad política para abordar el problema?
El 22 de septiembre de 2010, las declaraciones de Calderón fueron inequívocas. “Rechazamos categóricamente cualquier ataque contra periodistas porque es un ataque directo contra la democracia misma”, sostuvo Calderón ante una delegación del CPJ y ante la Sociedad de Prensa Interamericana. En ese momento, 32 periodistas y trabajadores de medios habían sido asesinados o desaparecido desde la asunción de Calderón en diciembre de 2006.
En la reunión mantenida con grupos de prensa, el presidente anticipó la pronta implementación del llamado mecanismo de protección, un programa de ayuda inmediata a periodistas amenazados, desde ofrecer algo tan sencillo como un teléfono celular para llamar a una línea directa con la policía, hasta la provisión de asistencia más intensiva como guardaespaldas o reubicación. Inicialmente los funcionarios hablaron de cientos de personas en busca de protección, al tomar en cuenta las numerosas zonas del país con periodistas bajo amenaza.
Sin embargo, para octubre de 2011, el mecanismo sólo contaba con ocho casos. Cinco personas de la lista de casos describieron al CPJ que la protección brindada era ineficaz, esporádica o inexistente. Las identidades de los otros tres no fueron reveladas.
Y para octubre de 2011 Medellín había abandonado el programa. El programa había solicitado al gobierno de la Ciudad de México que colaborara con la protección del periodista puesto que el periodista tenía desconfianza de las fuerzas federales. Pero el procurador general de la ciudad se rehusó, aduciendo que no era su trabajo. Eso trasladó la tarea a las patrullas de la policía de la ciudad, considerada una barrera insuficiente para un grupo de asesinos a sueldo. Inclusive esas patrullas tardaron días en llegar, según relató Medellín al comité del mecanismo de protección que supervisaba el caso. Cuando las patrullas finalmente comenzaron a llegar, siempre lo hicieron entre el mediodía y la 1 p.m., un horario poco disuasivo para eventuales atacantes, afirmó el reportero ante el comité.
El CPJ asistió a varias reuniones de comité a puertas cerradas con la promesa de mantener todos estos procedimientos bajo reserva a menos que Medellín autorizara que fuesen divulgados. Durante meses, el periodista afirmó tener miedo de hacer público su caso; luego, en octubre, Medellín expresó que estaba demasiado indignado con el mecanismo como para permanecer en silencio y dio su autorización para que el público se enterara de que el programa había fracasado. El programa había asido a Medellín durante horas en reuniones de procedimiento en las que participaron docenas de burócratas cada vez, en siete de las cuales escuchó muchas promesas pero nunca recibió verdadera protección. Es bueno que nunca haya habido un intento de asesinato, confesó.
Medellín afirmó no saber qué sucedió con la investigación sobre las amenazas en su contra. El expediente terminó en la unidad de delincuencia organizada de la procuraduría general de la república que, según indicó, se negó a explicarle qué había averiguado. “Si tuviesen algo, me lo dirían”, afirmó Medellín. “Así que el silencio es una confesión de que han fracasado”. Funcionarios de dicha unidad no devolvieron los llamados telefónicos del CPJ solicitando comentarios al respecto.
Los meses de reuniones para debatir planes que nunca parecieron funcionar simbolizan no sólo los problemas inherentes al mecanismo de protección, sino también las dificultades generales del gobierno. Calderón delegó la organización del mecanismo de protección en la Secretaría de Gobernación, el área con más poder dentro de su gabinete. Pero otras tres secretarías de gabinete que están obligadas a aportar recursos para el mecanismo se pelearon por conseguir poder, o buscaron demorar la implementación del programa, según relataron tres funcionarios que participaron de negociaciones durante el año, que describieron como duras e improductivas.
Estos funcionarios señalan que se trata solamente de la cáscara de un programa, sin ningún tipo de reglas acordadas y tan sólo respuestas ad hoc a los problemas de los periodistas. No queda claro en absoluto cómo se utilizó el presupuesto asignado al programa o inclusive qué fue lo que se presupuestó. Felipe Zamora, subsecretario de gobernación que estuvo a cargo del programa, insistió en que el presupuesto para el primer año era de $11 millones de pesos (un poco menos que 1 millón de dólares), aunque otros funcionarios de alto rango que trabajaban para el programa afirmaron que el monto que se había asignado había sido más del doble.
Zamora derivó las detalladas preguntas que formulara el CPJ acerca de los gastos a su secretaria privada, quien no respondió a un pedido por escrito sobre información del presupuesto. (Zamora falleció, posteriormente, en un accidente de helicóptero que se cobró la vida de varios funcionarios oficiales.). Sea como haya sido la utilización de ese dinero, fue poco lo que al respecto se pudo comprobar. Según explicó un funcionario de alto rango sobre el programa: “El mecanismo no tiene poder. La mitad de sus miembros quieren que fracase porque hacerse responsables es demasiado trabajo. Todo este tema carece de sentido alguno”.
Inclusive si el programa hubiese funcionado a la perfección a nivel federal, aún basa gran parte de su presupuesto y de sus esperanzas en conseguir que los estados suministren recursos como, por ejemplo, guardaespaldas para los casos dentro de sus jurisdicciones. Dicha dependencia refleja un optimismo que raya en la irracionalidad; muy pocos reporteros depositarían su confianza en la policía estatal para obtener protección. No obstante, el asunto aún no ha llegado a ese punto–la mayoría de los estados no firmó acuerdos para cooperar.
En una entrevista antes de su muerte, el subsecretario Zamora indicó al CPJ que aún cuando la implementación demoraba más de lo esperado, el gobierno no podía darse el lujo de aflojar. “Todos los inicios son dificultosos”, afirmó, “pero no podemos usar eso como pretexto para evitar la responsabilidad”.
Pero, ¿dónde está Calderón, se preguntan los críticos, cuando este programa se ve envuelto en tantos problemas? ¿Por qué no puede él conducir a su propio gabinete para hacer que el programa funcione? Un vocero de Calderón no respondió al mensaje enviado por el CPJ a través de correo electrónico y varios pedidos por teléfono solicitando comentarios al respecto.
Vestida con un buzo deportivo amplio y un par de jeans, una joven periodista hizo tintinear una cuchara alrededor de su taza en un restaurante en las afueras de la Ciudad de México. Miró fijamente su taza de café como si adentro se hallara la respuesta a la difícil decisión que enfrentaba. Era el 12 de febrero de 2011.
La periodista de 28 años de edad y algunos colegas habían obtenido información de primera mano que identificaba a los asesinos de un reciente crimen contra un periodista. Pero según relató al CPJ, la mujer y los demás estaban aterrados. ¿Y si los asesinos averiguaban qué información tenían los periodistas? Los periodistas no confiaban en la policía del estado para que investigara el caso o los protegiera. Recurrir a las autoridades locales, pensaron, los pondría en realidad en una situación de mucho mayor peligro. “Todo es mafia acá”, afirmó la reportera. Entonces decidieron hacer un pacto y permanecer en silencio.
Durante algún tiempo, ella pensó que no había motivo alguno para exponerle a la policía lo que sabía porque, después de todo, no había razón para pensar que los asesinos serían castigados. Pero aún en contra de todo su razonamiento, la periodista se arriesgó. Al terminar su taza de café ese día del mes de febrero, decidió presentarse ante el fiscal especial para atención de delitos contra la libertad de expresión y contarle lo que sabía. (Su identidad y otros aspectos del crimen no se revelan ya que el caso aún era investigado a fines de año.)
El asesinato es un delito del fuero común, de modo que la mayoría de los crímenes contra periodistas siguen en manos de cuerpos policiales estatales corruptos o atemorizados, que ha reunido un historial de fracasos casi completo. Pero el fiscal especial puede ejercer la atracción de un caso si se produce una violación de la ley federal, como por ejemplo un ataque con fusil. La fiscalía especial pudo tomar este caso porque los testigos habían sido amenazados.
El fiscal especial, Gustavo Salas Chávez, tiene en su haber 103 casos, casi todos involucrando cuestiones relativamente menores, como por ejemplo detenciones injustificadas. Pero Salas, a quien sólo le fueran asignados siete investigadores, será juzgado no por los casos menores, sino por el esclarecimiento de los 11 asesinatos y desapariciones de periodistas que él afirma ocurrieron en su jurisdicción. Hasta el momento no ha llevado a nadie ante la justicia por esos casos. Salas asumió a principios de 2010 luego de dos mandatos infructuosos a cargo de los anteriores fiscales especiales. En contraste, Salas se ha mostrado como un superior exigente, trabajando con sus empleados hasta última hora de la noche, inclusive los fines de semana, y creando revuelo entre ellos con despidos y renuncias, según entrevistas con integrantes de su equipo. Salas rechazó comentar sobre este informe, aludiendo al hecho de que su superior, la Procuradora General Marisela Morales, no le permitía hablar con el CPJ.
Antes de que la periodista llegara a la puerta de la fiscalía especial, las autoridades federales habían investigado el caso de modo sucinto. La policía del estado les había entregado un expediente del caso que describía a la víctima como alguien que había quedado atrapado en un triángulo amoroso y se había convertido así en la víctima de un esposo celoso. El archivo no incluía ninguna otra información que pudiera ser pertinente. Amigos de la víctima, por ejemplo, señalaron que el periodista se había involucrado en una disputa con un funcionario al que continuamente criticaba en su labor informativa.
Cuando la reportera llegó a las oficinas de la PGR con su propia información, los investigadores la interrogaron durante horas en presencia de un representante del CPJ como ella había solicitado. Convencida de que su testimonio era creíble, los investigadores visitaron la escena del crimen. El CPJ condujo a los investigadores ante otro periodista que tenía información sobre el crimen, como así también ante otros testigos que conocían diferentes aspectos del caso. Para fin de ese año, las autoridades federales indicaron que estaban cerca de poder cerrar la investigación, aunque no habían efectuado ningún arresto.
Mientras tanto, la legislación que federalizaría los crímenes contra la libertad de expresión, que Calderón se había comprometido a promover, se movió con lentitud en el Congreso. La Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto en noviembre, pero aún quedan muchos pasos por dar. El hecho de que la propuesta se presentara como una enmienda constitucional complicó las posibilidades para su aprobación; las enmiendas exigen no sólo dos tercios de los votos por ambas cámaras parlamentarias, sino también una aprobación en mayoría en las legislaturas estatales.
Aunque la medida no avanzó demasiado en el Congreso, funcionarios estatales ya habían preparado su oposición a un plan que consideraban otorgaba demasiado poder al gobierno federal, según reveló Manuel Clouthier, miembro del Partido Acción Nacional, o PAN en la Cámara de Diputados. Numerosos periodistas que trabajan en las zonas más letales afirmaron que los políticos estatales tenían un motivo ulterior más poderoso: cuando los periodistas se sienten atemorizados, la prensa no investiga a los políticos. Calderón no pudo siquiera asegurar la sanción de un proyecto de ley para aumentar las penas en los pocos casos en los cuales los ataques contra la prensa ya cuentan como delitos federales. Esta iniciativa triunfó en la cámara baja, pero fracasó en el Senado.
Por ley, Calderón tiene un único mandato. Finaliza el 1 de diciembre de 2012, mientras la agenda política del año está dominada por la campaña que conducirá a la elección presidencial de julio, y a una constante pérdida de poder para el líder saliente.
En la ciudad de Veracruz, periodistas y fotógrafos se concentraron en una amplia cafetería con vista al Golfo de México. Es un ritual matinal: intercambio de consejos útiles, insultos y bromas. Pero esa mañana, el 7 de octubre de 2011, fue diferente. El día antes, 36 cuerpos habían sido hallados en varios lugares de la ciudad y de los suburbios. Asesinos aterradores acechaban Veracruz y, según parecía, la prensa estaba entre sus blancos.
La sucesión de asesinatos había comenzado el 20 de junio. Dejó a la prensa y al público con temor por lo que qué podría suceder a continuación y enojados con los funcionarios estatales a quienes consideraban incompetentes o cómplices. No se trataba de que no hubiese evidencia para respaldar esas creencias: no tenían pruebas de nada, en realidad, excepto de la aparición de los cuerpos. El jefe de redacción del principal periódico, Notiver, su esposa y su hijo fueron acribillados en su hogar. Unas pocas semanas después, el 26 de julio, el cadáver de una reportera de noticias policiales de Notiver fue hallado decapitado, con signos de haber sido torturado. Luego, el 21 de septiembre, más de 30 cuerpos fueron descaradamente arrojados en una de las intersecciones de las autopistas más concurridas del área durante la hora pico de la tarde.
Ninguno de los reporteros en la cafetería sabía nada más porque los funcionarios, según afirmaron, o bien se habían negado a hablar sobre los asesinatos o habían aportado información imprecisa al respecto. Más aún, no quedaron más reporteros de la fuente policial en Veracruz. Si bien los reporteros tenían fuentes para llegar a la verdad, después de los asesinatos de los periodistas de Notiver, el jefe de redacción Miguel Ángel López Velazco y la periodista Yolanda Ordaz de la Cruz, todos los periodistas de la fuente, unos 15 reporteros, abandonaron la ciudad. De modo tal que las “noticias” llegaban a través de comunicados de la Marina mexicana, que tiene asiento en la ciudad y tomó parte en las investigaciones. Aunque ninguno de los periodistas que permaneció en la ciudad creyó en los comunicados, nadie hurgó demasiado debido al riesgo. El público, también, se hallaba desinformado, excepto por los rumores que circulaban en Twitter y Facebook.
Comprender cómo las cosas pudieron llegar a esto exige conocer un poco los antecedentes. El relato más coherente de cómo el crimen organizado se apoderó de Veracruz comienza en 2007, cuando el grupo criminal conocido como los Zetas llegó a la ciudad y aterrorizó o corrompió a funcionarios locales y a la policía para que les permitieran operar. La prensa fue controlada de la misma manera, coincidieron en afirmar los periodistas, aunque sólo se animaran a hablar desde el anonimato. “Cuando nos amenazaban, sabíamos que no quedaba ninguna autoridad honesta que nos fuera a defender”, comentó uno de ellos. “Comenzamos a cubrir las noticias de la manera en que nos ordenaban los Zetas”.
Lo primero que esto significó, afirmaron los periodistas, fue no realizar más notas sobre los Zetas. De modo tal que no volvió a informar sobre cómo la ciudad estaba siendo dominada por este grupo. Cuando se produjo el asesinato de los periodistas en 2011, se supuso que algún otro grupo de narcotraficantes que se trasladaba a esta ciudad los había visto en una relación demasiado cercana con los Zetas. Pero como reconoció un fotógrafo, “en realidad, no tenemos ninguna idea”. Fue el próximo paso lógico ante la muerte impune de periodistas. Los acontecimientos que aterrorizaron a la ciudad, la nota informativa más importante para sus ciudadanos, no pudo ser cubierta.
En todo México, hacia fines de 2011, el número de periodistas caídos y trabajadores de medios asesinados o desparecidos llegó a 48 desde que Calderón asumió su cargo. Al menos 13 de las víctimas cayeron en relación directa con su labor informativa, reveló la investigación del CPJ, la mayoría al intentar cubrir la vasta red de crimen, narcotráfico y corrupción oficial. No se logró condena alguna en ninguno de los casos. Sólo cinco países en todo el mundo contaban con más cantidad de asesinatos no esclarecidos de periodistas en su historial a fines de año. Tan sólo a ocho periodistas mexicanos amenazados se les había otorgado protección gubernamental en 2011, pero cinco de ellos indicaron que había sido inútil. Las cifras, y los cadáveres, siguen sumando.
El gobierno de Calderón inició acciones en 2011 pero no obtuvo resultados, dejando a los periodistas sin motivo para creer que el clima de impunidad cambiaría en algún momento próximo. El mecanismo de protección de periodistas resultó ser más una promesa que una realidad, en tanto que la fiscalía especial se vio falta de personal e irresoluta. Ambas iniciativas podrían haber aportado algún cambio, pero terminaron como compromisos olvidados. La idea de sacar los crímenes contra de la prensa de manos de las corruptas autoridades estatales aún tenía sentido, pero el presidente no pudo hacer que esta medida se aprobara en el Congreso. Como cuestión práctica, la capacidad de Calderón para producir cambios disminuye a medida que se acerca la elección de un nuevo presidente. Será esa la persona en la cual los periodistas eventualmente depositarán sus esperanzas.
Mike O’Connor, periodista radicado en el Distrito Federal, es representante del CPJ en México. Es co-autor del informe especial del CPJ del año 2010, Silencio o muerte en la prensa mexicana.