A month ago I sat next to a cop, turned on my computer, and opened my blog. The threats were there: “My dear lydia cacho get ready to be found soon with your throat slit, your pretty head will be left outside your apartment if you think you are so brave bye.”
A series of similar threats and insults prompted the officer to recommend I leave Mexico. The young policeman is one of my sources and, at least for me, one of the few people in the country who can be trusted. Instead I gave him a description of the armed men who had been watching my house, of their cars, and of the license plates that, according to authorities, don’t match the vehicles. The evidence is indisputable and yet I am left helpless.
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Over a long 18 months, 17 other journalists have been threatened in my country. Quietly, I go over my security routines every morning, hoping only that I will not be the one to stain the numbers with blood this month. Many of my colleagues do the same thing. The best reporters in the country live every day as if they were covering the war in Iraq. But unlike foreign correspondents that go back to a safe home to tell their horror anecdotes, to talk about what happens to other people, here we record the reality of a country that has normalized violence to the point of showing off a merciless war that has cost the lives of more than 10,000 people. One Sunday, nine people were found beheaded in Tijuana, near the border with the United States. Beheadings have become a ritual for drug cartels.
I don’t believe in heroism. I have used all the legal resources at my reach to defend my right to investigate and reveal my country’s reality. As I write these lines, I am protected in my own city, at a colleague’s house. My home, for the moment, is not safe. While writing a book on global networks of human traffickers, I talk to the lawyers who are taking my case to the Inter-American Court of Human Rights. The Mexican government has denied me the right to justice, and authorities are the ones who have put me in real danger. Impunity is a criminal’s best ally.
A few days ago, around midnight, my neighbor called me on the phone to warn me that, once again, a car was parked outside my apartment. A man was prowling and had walked up to my door. No one dared go outside to check if he was armed. Nobody calls the police anymore. We don’t know if they are accomplices, and no one takes the time to find out.
As Barack Obama and Felipe Calderón enjoyed a typical Mexican meal this week, they both celebrated freedom in Mexico and “the protection of human rights.” In the meantime, thousands of Mexican soldiers go into homes without warrants, hundreds of women and men are jailed without trial or evidence against them, 365 journalists have been intimidated, and 142 have been subject to attacks and torture.
Cacho is a prominent Mexican journalist and human rights activist based in Cancún. Among many honors, she received the 2008 UNESCO/Guillermo Cano World Press Freedom Prize.
Cacho, importante reportera Mexicana, describe cómo es vivir amenazada
Hace un mes me senté junto al ciberpolicía abrí mi computadora y entré a mi Blog. Allí estaban las amenazas: “Mi estimada lydia cacho prepárate que pronto aparecerás degollada, tu cabeza tan bonita afuera de tu departamento a ver si eres tan valiente ciao”.
Lo que le siguió a la lectura de una serie de amenazas e insultos similares, fue una recomendación para que me salga de México. El joven policía es una de mis fuentes, y en este momento, al menos para mí, uno de los poco confiables del país. Le entrego la descripción de los hombres armados que han estado vigilando mi casa, de sus autos y placas sobrepuestas que no corresponden a los vehículos, según la autoridad. Las evidencias son irrebatibles sin embargo estoy indefensa.
A los largo de dieciocho meses 17 colegas periodistas han sido asesinados en mi país; en silencio hago mis rutinas de seguridad cada mañana, simplemente esperando que no sea yo quien manche de sangre la cifra del mes. Lo mismo hacen muchos de mis colegas, los mejores reporteros y reportaras del país viven todos los días como si cubrieran la guerra en Irak, a diferencia de los corresponsales extranjeros que van y vuelven a un hogar seguro para contar las anécdotas del terror, de lo que les sucede a los otros, aquí estamos consignando nuestra propia realidad, la de un país que ha normalizado la violencia a tal grado que vanagloria una guerra interna sin cuartel, que ha costado la vida de más de diez mil personas.
Un domingo aparecieron 9 decapitados en Tijuana, en la frontera con Estados Unidos. La decapitación se ha convertido en una ceremonia ritual de los cárteles y me pregunto quién de los hombres de poder que he mencionado en mis investigaciones sobre crimen organizado será el autor de las amenazas de muerte. O acaso el que pagó al sicario que amenaza con decapitarme. Sé bien que no son ellos, los empresarios y políticos que lograron evadir la ley y que se han convertido en mis enemigos, no son criminales callejeros, son tratantes de niñas y usuarios de pornografía infantil, millonarios con fuertes nexos en la Corte Suprema de México, intocables para la justicia. Ellos me demandaron por difamación; les gané el juicio. Yo los demandé por corrupción y tortura; compraron la justicia.
No creo en el heroísmo, he utilizado todos los recursos legales a mi alcance para defender mi derecho a investigar y revelar la realidad de mi país; mientras escribo estas líneas estoy resguardada en mi ciudad, en casa de un colega, mi hogar por el momento no es seguro. Mientras escribo un libro sobre las redes globales de tratantes, hablo con mis abogados que están llevando mi caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Estado mexicano me ha negado el derecho a la justicia y es la autoridad quien me ha puesto en verdadero peligro. La impunidad es la mejor aliada de los delincuentes.
Hace unos días, a media noche, mi vecino me llamó por teléfono para darme aviso, nuevamente un auto estaba afuera de mi apartamento, el sujeto merodeaba y se acercó a la puerta. Nadie se atrevió a salir para saber si estaban armados. A la policía ya nadie la llama, no se sabe si son cómplices y nadie se toma ya el tiempo para averiguarlo. Mientras Barak Obama y Felipe Calderón disfrutan de una tradicional comida mexicana, ambos celebran la libertad en México y la “protección de los derechos humanos”. Mientras, en las calles miles de soldados mexicanos entran en los hogares sin órdenes de aprehensión, cientos de mujeres y hombres están encarcelados sin haber tenido un juicio y sin una sola evidencia, 365 periodistas han recibido intimidaciones y 142 hemos sufrido atentados y tortura. Sólo nos quedan los instrumentos internacionales, las medidas cautelares de la Comisión Interamericana y el eventual juicio en esa misma Corte. Para seguir con vida sin huir de la patria, cuando no hay más justicia en la propia tierra, no hay más que seguir de pie para que nos mire el mundo, para recordar a propios y ajenos que la libertad no se gana de rodillas y en silencio.