El avance del odio

Incluso hoy, cuesta mirar las palabras garabateadas en el papel, todas con MAYÚSCULAS cargadas de ira.

“¿CÓMO BAJAS A UN NEGRO DE UN ÁRBOL? ¡¡CORTA LA SOGA!!”.

“ANTES DE QUE ESTE MUNDO TERMINE, HABRÁ UNA GUERRA RACIAL…”.

“TODO LO QUE USTEDES HACEN ES LLORAR Y QUEJARSE, PERRA”.

“MICHELLE, ¿YA JUGASTE LA CARTA RACIAL ESTA SEMANA?”.

En ese entonces, con guantes de goma yo sacaba de bolsas plásticas selladas las cartas que había recibido, mientras salía al aire libre, para no exponer a mis compañeros de trabajo del periódico a la posibilidad de alguna toxina, y para conservar cualquier huella digital que todavía pudiera quedar encima de estas palabras llenas de odio.

ÍNDICE

Attacks on the Press book cover
Attacks on the Press book cover

Solía mirar fijamente los manifiestos –algunos de los cuales tenían varias páginas de extensión, y otros garabateados a lo largo de recortes de artículos periodísticos de toda la región costera del sureste– dirigidos a mí, enviados por correo a la redacción cada varios meses entre 2005 y 2007. Eran pequeñas bombas terroristas escritas que arrojaban a mi rutina diaria de llevar a mis hijos a la escuela, estudiar en mi programa de posgrado y trabajar en el diario Daytona Beach News-Journal de Florida como editora de noticias nocturnas, columnista semanal y administradora de comunidades virtuales. Fue mi papel de columnista el que me convirtió en blanco de cartas de odio.

Los comentarios aparecían en cartas anónimas y sobres sin la dirección del emisor. En calidad de primera columnista afroamericana del periódico, por más de cinco años escribí una columna semanal de estilo de vida titulada “Chasing Rainbows” (“Persiguiendo los arcoíris”) y mi foto aparecía al lado de esas columnas.

Escribía columnas sobre escenas de la vida, testimonios personales sobre la vida en un hogar afroamericano con niños pequeños. Escribía sobre enseñar a mis hijos a montar bicicleta, los disfraces de Halloween que creábamos, nuestras reacciones ante los acontecimientos internacionales mientras se desarrollaban ante nuestros ojos. Mi primera columna preguntaba con dolor cómo explicarles la muerte a niños pequeños mientras mirábamos el horror de la repetición constante de la explosión del transbordador Columbia en la pantalla de nuestro televisor en 2003. Las columnas posteriores arrojaban luz sobre espacios íntimos de la experiencia afroamericana que eran tan universales como cualquier otra historia. Mi última columna celebraba la toma de posesión de Barack Obama en calidad del presidente 44 de Estados Unidos.

Cada columna representaba una narrativa personal de mi vida cotidiana que intentaba encontrar eco en todos los géneros, los grupos étnicos, las edades o demás categorizaciones de mis lectores. Compartí los momentos íntimos de mi familia para tratar de salvar las diferencias. Y las historias lograban crear vínculos con muchos de los lectores de Daytona Beach, quienes consistían en residentes de otros estados, residentes locales, personas que huían del invierno, jubilados, familias jóvenes y otros. Con frecuencia hablaba en las escuelas públicas, actividades cívicas, servicios religiosos y otros lugares acerca de la escritura, mis columnas y las respuestas de mis lectores.

Michelle Ferrier ilustra sus esfuerzos por combatir el acoso virtual utilizando mensajes positivos, el amor y 'un rostro anónimo'. (Michelle Ferrier)
Michelle Ferrier ilustra sus esfuerzos por combatir el acoso virtual utilizando mensajes positivos, el amor y ‘un rostro anónimo’. (Michelle Ferrier)

Mi columna coincidió con el auge de las “mamás blogueras” en la Internet. Éramos la vanguardia, y movíamos nuestras columnas sobre estilo de vida de los medios impresos a plataformas digitales que recibían visibilidad mundial. Sin embargo, al igual que en el mundo físico, el odio y la misoginia se movieron a la Internet. Las mujeres escritoras se convirtieron en testigos excepcionales de cuán peligrosas pueden ser las audiencias de la Web.

Cuando recibí la primera carta anónima, me di cuenta de que entre mi audiencia había elementos oscuros. Las letras grandes y en mayúsculas gritaban palabras virulentas desde el papel. Una, en particular, sobresalía –una larga diatriba, llena de imágenes de odio concebidas para infundir el terror–. No podía entender cómo alguien podía sentir tanto odio, y dirigir ese odio hacia mí, una persona que ese alguien solamente había encontrado mediante una foto y una columna en un periódico. Metí la carta en una carpeta para la correspondencia de mis fans especiales… del tipo que me ponían la piel de gallina.

* * *

Además de desempeñarme como columnista en el periódico, yo trabajaba en la mesa de noticias nocturnas, y a menudo llegaba a la oficina a las 5 p.m. y terminaba mi turno a la 1:30 a.m. Mi esposo trabajaba a unas cuadras de mi edificio, y yo le dejaba a los niños cuando yo estaba en camino al trabajo. Mi esposo los llevaba en el auto de regreso a la casa, les daba la cena y los acostaba a dormir.

Yo trabajaba en la redacción con un equipo pequeño de 20 empleados en el edificio, hasta altas horas de la noche, editando las noticias locales, diseñando páginas y corrigiendo el periódico antes de la impresión. No había vigilantes en el edificio después de la medianoche, y con frecuencia yo caminaba sola en la oscuridad para llegar al auto.

Fue luego de recibir varias cartas cargadas de ira que finalmente decidí ir a la policía. Para ese momento, mi esposo y yo habíamos instalado un sistema de alarma en nuestra casa. Yo había comenzado a preguntarles a los colegas sobre sus experiencias con los mensajes de odio y otras reacciones de los lectores. Llamé a organizaciones profesionales para hablar sobre los recursos que estaban disponibles para los miembros que experimentaban este tipo de acoso. Les pedí a la Oficina Federal de Investigaciones (Federal Bureau of Investigation, FBI), a los organismos del orden público locales, al Departamento de Vigilancia del Orden Público de Florida y a otros organismos y organizaciones profesionales que investigaran mi caso.

Por lo general, las personas se encogían de hombros. Algunos colegas periodistas consideraban los mensajes de odio como una medalla de honor. Algo deben estar haciendo bien, pensaban, para motivar una respuesta tan visceral. La respuesta típica de las organizaciones profesionales con las que me comuniqué era “No tenemos nada para lidiar con eso”.

En cuanto a los organismos del orden público, mis conversaciones no fueron mucho más fructíferas. En esencia, me dijeron “No hay nada que podamos hacer” porque el escritor de estas cartas no había llevado a la práctica sus amenazas, y solamente se trataba de amenazas. Al parecer, no se podía investigar verdaderamente los mensajes de odio hasta que algo pasara en realidad. Hasta que el autor de estas cartas realmente me hiciera algo, no había nada que las autoridades pudieran hacer al respecto.

Yo había vertido mi vida en mis columnas. Los miembros de la comunidad sabían el nombre de mis hijos, a qué escuela iban, cómo les iba en los proyectos escolares y su obsesión con los juegos de video y la lectura. ¿Cómo podía protegerlos yo de esta amenaza anónima y sin rostro?

Ciertamente hice el esfuerzo. No iba a dejar mi vida ni la vida de mis hijos en manos tan desdeñosas. Realicé investigaciones jurídicas y encontré casos judiciales, y con el tiempo encontré oídos comprensivos en el Centro Legal sobre la Pobreza Sureña (Southern Poverty Law Center), cuyo personal investiga incidentes de crímenes de odio en todo Estados Unidos. Reiteré mis sospechas sobre las cartas, de que esto no era obra de una persona loca y racista. Esta campaña de envío de cartas era un plan coordinado, una táctica empleada por grupos de odio para acallar a las voces plurales mediante la intimidación y el miedo.

Cuando las cartas siguieron llegando, finalmente convencí a la policía de instalar una patrulla especial alrededor de mi vecindario. Nuestros hijos tuvieron teléfonos celulares mucho antes que sus compañeros, para que pudieran comunicarse con mi esposo y conmigo en todo momento. Comencé a usar pelucas y a disfrazarme cuando salía a la calle, y comencé a evitar hacer apariciones públicas. En mis columnas nunca hablaba de las cartas, por miedo a que mencionar las horribles amenazas pudiera hacer que se intensificaran.

* * *

A no ser que le suceda a uno, es difícil imaginar qué se siente ante este tipo de acoso. Créame. Es mejor que usted no lo sepa. Incluso años después, pensar, hablar o escribir sobre estas experiencias me dificulta la respiración.

Me sentía impotente. Sospechaba de todo. Estaba frustrada. Tenía una voz y una plataforma para hablar sobre problemáticas, pero no podía hablar sobre esto. Los cobardes no podían ni enfrentarme, no participaban en ninguna clase de diálogo conmigo, no me permitían desafiar los estereotipos que tenían acerca de las personas de raza negra. Me costó seguir siendo auténtica con mis lectores mientras mantenía esta parte ensombrecida de mi vida fuera del periódico.

La gerencia de mi periódico estableció un protocolo para el tratamiento de mi correspondencia. Cuando una carta sospechosa llegaba al edificio, la colocaban en una bolsa y la enviaban a Recursos Humanos, los que me llamaban. Con mucho cuidado, luego yo llevaba la bolsa al departamento de policía local para hacerle copias a la carta y agregarla a mi expediente no resuelto. La gerencia recomendó que un compañero de trabajo me acompañara al auto por la noche para estar protegida. A medida que las cartas continuaban, estos procedimientos parecían inútiles. Los meses se convirtieron en años.

Mi personalidad cambió como resultado de los mensajes de odio. Me volví más desconfiada. Ingenuamente siempre había pensado que estaría dispuesta a morir en lugar de tener que matar a alguien. Pero a medida que las cartas seguían llegando, yo me volvía más enojada. Aprendí a disparar con un arma de fuego. Estaba preparada física y mentalmente para defenderme a mí misma y a mi familia. Cada día, cogía una ruta diferente para llegar al trabajo y para irme, tratando de ser más lista que los locos.

Uno pensaría que una persona podría acostumbrarse a esto, que quizás, con el tiempo, sería más fácil leer cada carta sucesiva. Pero las cartas se convirtieron en paquetes. Los boletines de supremacistas blancos que me llegaban se convirtieron en el respaldo de un odio que no cesaba de crecer. Y para el final, yo no podía reconocer la pizca de humanidad que podría estar esperando detrás de cada sobre. Me había convertido en el blanco de todo lo malo que les había sucedido en la vida al escritor de la carta y a las personas de raza blanca. Y él quería hacerme pagar por ello… en las próximas guerras raciales en que figurábamos yo y todos los demás negros.

No ayudó que, a medida que la retórica se intensificaba, un negro estaba ascendiendo al poder. De hecho, el Centro Legal sobre la Pobreza Sureña señaló un alza en los crímenes de odio en todo el país y en los ataques por escrito contra Obama en los días previos a la toma de posesión. Finalmente, el Comité para la Protección de los Periodistas escuchó mi caso. Su personal le dio seguimiento y se comunicaron con el FBI, solicitaron copias de las cartas y, en 2008, le enviaron una carta al Departamento de Justicia de Estados Unidos y le pidieron que investigara. La respuesta: nada. Ahora teníamos a un presidente negro y parecía que todos los grupos de odio se habían puesto frenéticos. Sin duda mi caso se perdía en los esfuerzos para proteger a nuestro primer presidente negro.

Comencé a evitar los temas polémicos en mis columnas, intentando utilizar el teclado para tantear y ver qué podría provocar una respuesta racista. Me volví meditabunda, pensando en voz alta con mis lectores sobre mi familia y lidiando con difíciles decisiones de la vida. Mis lectores me conocían demasiado bien. Después de todo, cuando uno abre el corazón como yo hacía cada semana, los lectores se dan cuenta cuando las cosas no andan bien. Un día, una antigua lectora me llamó a la redacción. “Sé que algo te sucede y no voy a dejar que sueltes el teléfono hasta que me lo digas”, exigió. “He estado leyendo tus dos últimas columnas y algo está pasando. ¿Puedo ayudar?”.

Perdí el control y le conté lo de las cartas. Aparte de mi empresa y de los organismos del orden público, no había compartido ni con amigos ni familiares lo que estaba sucediendo. Pero su genuino deseo de ayudar derribó las defensas que yo había construido contra el mundo exterior y mis propios lectores.

Ella ofreció su hogar como una casa de seguridad. Me dio su número telefónico y me dijo dónde encontrar una copia de la llave para que yo pudiera entrar. “No dejes de escribir. Eso sería dejar que ellos vencieran”, expresó.

Seguí escribiendo. Pero el desgaste emocional sobre mi familia y sobre mí estaba cobrando un saldo. Mi hijos sintieron que algo sucedía. Cada vez que una carta llegaba al periódico, mamá estaba incluso más vigilante, y exigía avisos al llegar a la escuela, a la casa y al estar con los amigos. Las patrullas de la policía aumentaban y luego iban disminuyendo nuevamente. Dejé de trabajar en la mesa de noticias nocturnas y me trasladé a una nueva posición de día como administradora de comunidad virtual. Seguí escribiendo, mientras me preguntaba si valía la pena.

Alguien quería acallar mi voz. Desde el punto de vista intelectual, podía entender la razón. Esas historias sencillas estaban marcando una diferencia. Una columna que escribí sobre una excursión junto con mi hija a una hacienda motivó a un lector a reconocer su descendencia afroamericana –y a comprometerse a invitar a sus parientes negros al próximo encuentro familiar–. La historia que escribí cuando se perdió el gato de la familia provocó una lluvia de correspondencia por parte de lectores que compartían su tristeza. Ser columnista era más que una actividad intelectual o un trabajo: era una misión para conectarnos como seres humanos, pese a nuestras diferencias. Mis columnas reflejaban las experiencias de una familia afroamericana y nuestras dificultades cotidianas. Era mi corazón, servido cada semana. Sin embargo, por dentro, yo sangraba por estas cortadas racistas y anónimas. Justo cuando pensaba que las cosas se estaban calmando, llegaba otra cortada de papel al corazón.

La próxima carta que recibí fue el colmo. Recuerdo cuando la recibí de Recursos Humanos y el rostro disgustado de mi compañero de trabajo cuando yo reconocí la letra del sobre. En camino a la estación de policía, estacioné el auto y leí la carta, mientras con guantes plásticos me limpiaba las lágrimas al ver que el odio gritaba desde la cuartilla de papel.

Un pensamiento daba vueltas en mi cabeza: No tengo que vivir así. No tengo que vivir así. No tengo que vivir así. Llamé a mi esposo para decirle que estaba llevando otra carta a la policía. Y que ésta era la última. Se había terminado todo. Me iba del periódico.

La próxima llamada mía fue para mi jefe. “Renuncio”, le dije. “Ya no puedo hacer esto”.

No me despedí de mis lectores, aunque sabía al escribir mi última columna sobre la toma de posesión de Obama que esa sería la última. En mis palabras está arraigada la esperanza, para las personas negras, para un Estados Unidos que finalmente dejó a un lado la raza y eligió a un presidente negro, para las relaciones raciales en general. Hay esperanza para un Estados Unidos posracial al que la realidad de mi vida ridiculizó. Yo todavía soñaba con algo diferente. Quería algo diferente para mí, para mis hijos y para mi país. Sin embargo, mientras esa columna marchaba con destino a la rotativa, yo ya iba en camino a un nuevo empleo como profesora de periodismo en un estado muy, muy lejano.

* * *

El tipo de odio que yo experimenté tiene efectos psicológicos a largo plazo. Uno nunca se olvida. Cuando la campaña de Internet #gamergate comenzó a atacar a mujeres periodistas en agosto de 2014, recordé mis propias experiencias y quise hacer algo contra la campaña, para ayudar a las víctimas del acoso virtual a mantenerse en la Internet. Estos troles virtuales han utilizado los medios sociales para caer en masa sobre las mujeres periodistas y líderes de pensamiento, y causar daño a nuestra identidad, nuestra reputación digital y nuestra capacidad de ganarnos un sustento. Las mujeres enfrentan mayor riesgo en la Internet, en particular las mujeres periodistas.

Yo lo sé bien.

Por ello, en enero de 2015, fundé TrollBusters, un oportuno servicio de rescate para mujeres periodistas. Proporcionamos un cerco protector a las mujeres para que puedan mantenerse en la Internet y contar las historias, en lugar de convertirse en la historia.

Michelle Ferrier se desempeñó en el diario Daytona Beach News-Journal de 2002 a 2009, período durante el cual terminó su programa de doctorado en Textos y Tecnología y fue una de las pioneras de las nuevas tecnologías en las comunidades digitales, la enseñanza digital y la realidad virtual. Es la fundadora de TrollBusters, un servicio y tecnología para apoyar a las mujeres periodistas y luchar contra el acoso virtual.