Por Carl Bernstein
Los reporteros y fotógrafos internacionales que cayeron o resultaron heridos en cumplimiento de su labor -acaso menos que en la actualidad-, tenían más probabilidades de quedar atrapados en el fuego cruzado de alguna revolución o conflicto armado que de convertirse en blanco de ataques específicos. El asesinato autorizado de periodistas locales provenía de lugares obvios: la junta militar de Argentina en la era de los “desaparecidos”; el cartel del narcotráfico de Medellín en Colombia; los apóstoles del apartheid en Sudáfrica. Como señala el Director Ejecutivo del CPJ, Joel Simon, “las líneas eran más claras en ese entonces”.
Actualmente, las mayores amenazas a la libertad de prensa son más insidiosas que hace una generación porque intentan promover un clima de temor y autocensura a través de violencia sistemática y arrestos emblemáticos que apuntan a quienes ejercerían un periodismo real e independiente. Secuestros (no solamente de reporteros y editores, sino también de los miembros de sus familias), asesinatos y casos de tortura que intentan suprimir la verdad: éstas son las estrategias básicas que, cada vez más, utilizan los regímenes criminales, los narcotraficantes, los déspotas locales, las culturas autoritarias y movimientos como el fundamentalismo islámico que trascienden las fronteras nacionales.
El extraordinario coraje y el éxito de periodistas de todo el mundo como catalizadores de los derechos humanos y de la resistencia a la opresión han producido una reacción feroz y, a menudo, letal. Esta reacción violenta se sustenta en la idea de que el uso de cualquier medio es necesario para forzar la autocensura entre los periodistas que desafíen el status quo o revelen verdades que incomodan -ya sea que estén informando sobre la degradación ambiental en China, los grupos de narcotráfico en México, la corrupción en las Filipinas, el terrorismo fundamentalista en Irak y Pakistán, las políticas secretas en la Rusia de Putin, o el fracaso económico de la Cuba comunista.
Mientras tanto, la tensión entre tecnología y represión abierta -la oferta de la televisión satelital, el uso de Internet como impulso al crecimiento y a la modernización económica- ha vuelto obsoletos los antiguos métodos de control de la prensa y supresión de la información como la nacionalización de medios y el uso de censura abierta.
Al documentar el cambiante sistema de violencia en el mundo y el encarcelamiento que apunta a los periodistas -y el objetivo análogo de inducir la autocensura a través del miedo y del terror-, el informe del CPJ hace importantes distinciones entre los perpetradores de medidas draconianas que intentan forzar a la prensa a un estado de sumisión.
En primer lugar, identifica a qué se podría llamar regímenes represivos tradicionales, anómalos y aislados en el mundo actual como los que existen en Cuba, Myanmar y Corea del Norte, que se aferran a antiguos métodos de control total de los medios y, en la medida en que resulta factible desde el punto de vista tecnológico, recurren a ceses informativos sobre información que les llega y pudiese resultarles incómoda.
En segundo lugar, brinda información sobre países represivos que pretenden no serlo, cuyos gobernantes (“democratadores” como los denomina el director del CPJ) permiten ciertos símbolos de la democracia y medidas de libertad económica, ya sea en la atrasada Rusia de Putin o en la pujante China de Hu.
Y finalmente, el informe se concentra en los países y regiones en donde el gobierno quizás no sea la principal amenaza para el periodismo o para la verdad; en donde la gente teme más a organizaciones criminales, ya sean grupos delictivos en México, terroristas en Afganistán, o milicias y grupos parapoliciales en la República Democrática del Congo. Todos ellos operan con relativa impunidad. Si se hace bien, la labor informativa -el buen periodismo- no es ni más ni menos que la mejor versión que se puede obtener de la verdad. En las tres configuraciones de la represión, el balance final de la verdad se convierte en la víctima intencional de quienes han decidido recurrir a acciones más y más viciadas contra los periodistas y contra ciudadanos comunes que ofrecen resistencia y brindan información a la prensa. De los 41 periodistas que cayeron en cumplimiento de su labor en 2008, 28 fueron blanco de ejecuciones. Al menos 26 reporteros y fotógrafos fueron secuestrados y la mitad de ellos continuaba en cautiverio a fines de año. Otros 125 languidecían en celdas carcelarias en todo el mundo, 73 con acusaciones imprecisas de actuar en “contra del estado”. Más de 80 periodistas abandonaron sus países bajo amenaza.
Consideren estos ejemplos en el informe que ahora están leyendo:
- En Brasil, considerado por el CPJ como el decimosegundo país en el mundo con mayor número de periodistas caídos por su labor (al menos 15 periodistas cayeron desde 1992), dos reporteros y un chofer del diario O Dia de de Río de Janeiro fueron secuestrados y torturados mientras investigaban a grupos paramilitares que protegen a los narcotraficantes y controlan la política local. Los secuestradores los golpearon, colocaron bolsas plásticas sobre sus cabezas, los torturaron con descargas eléctricas y amenazaron con asesinarlos. El efecto de los ataques ha sido profundo en América Latina, en donde la autocensura se ha convertido en una condición periodística, donde grandes batallas armadas y guerras territoriales entre narcotraficantes no son cubiertas, e inclusive los editores de organizaciones de prensa nacionales afirman que las cuestiones vinculadas al delito se hallan cada vez más vedadas para los corresponsales. “No podemos asumir ese riesgo”, afirmó el editor del principal diario de Ciudad de Guatemala al CPJ.
- En Vietnam, Nguyen Viet Chien y Nguyen Van Hai fueron condenados por “abusar de la libertad y la democracia” al informar sobre funcionarios del Ministerio de Transporte que cometieron una defraudación millonaria en moneda vietnamita, Dong, para apostar en partidos de fútbol. Chien fue sentenciado a dos años de prisión, Hai a dos años de “reeducación”. Su fuente principal, el Teniente Coronel Dinh Van Huynh, fue sentenciado a un año por revelar secretos de estado y los diarios que formularon cuestionamientos escépticos sobre el caso recibieron una reprimenda oficial y sus editores fueron despedidos.
- En Pakistán, un día después de que el informe de Abdul Razzak Johra sobre narcotráfico fuera transmitido en la televisión nacional, seis matones lo arrastraron de su casa en Punjab y lo asesinaron a balazos. Sus colegas indicaron al CPJ que Johra había recibido amenazas advirtiéndole que dejara de informar sobre el tráfico de drogas. Su asesinato, aún sin resolver, fue el décimo caso de un periodista pakistaní ultimado que no recibe castigo desde 1998.
- En Somalia, insurgentes antigubernamentales abrieron fuego contra la conductora de la estación independiente Eastern Television Network cuando viajaba en su automóvil hacia su casa. La periodista, Bisharon Mohammed Waeys, resultó ilesa, pero una serie de mensajes de texto amenazadores la obligaron finalmente a abandonar el país.
- En Azerbaiyán, funcionarios de la seguridad de estado golpearon a Agil Khalil, reportero de Azadlyg, un periódico que ha publicado notas críticas sobre el gobierno. Los fiscales locales no tomaron acción alguna contra los agresores, alegando en cambio que Khalil se había caído de espalda intencionalmente y había fingido sus heridas -un dedo fracturado y hematomas donde una correa de la cámara quedó atrapada alrededor de su cuello. En término de semanas, Khalil fue agredido otras tres veces, siendo el ataque más serio un apuñalamiento.
- En Afganistán, Parwez Kambakhsh cumple una sentencia de 20 años de prisión acusado de distribuir literatura contra el Islam. El periodismo afgano considera que se trata de una represalia por la labor periodística de su hermano, Yaqub Ibrahimi, corresponsal del Instituto para la Información de Guerra y Paz (IWPR, por sus siglas en inglés) que exhibió abusos a los derechos humanos cometidos por los caudillos en el norte del país.
Gran parte de este informe del CPJ se orienta a la censura en Internet, a medida que los regímenes intentan contener el peligro que les plantea la Web a sus modelos de gobiernos autoritarios y a sus economías de mercados emergentes.
Magomed Yevloyev, editor de un sitio Web independiente en la república rusa de Ingusetia, murió de una herida de bala en la cabeza poco después de que fuera arrestado sin acusaciones concretas. La policía dijo que a un oficial se le había disparado el arma de forma accidental. El sitio de Yevloyev en Internet, Ingushetiya, había informado sobre la corrupción endémica en el gobierno, abusos a los derechos humanos y una serie de desapariciones no resueltas en la república controlada por Moscú. Pocas semanas antes de su asesinato, Yevloyev señaló al CPJ que las autoridades regionales habían iniciado más de una docena de juicios y demandas penales buscando clausurar su sitio Web. Su editor había huido del país luego de ser amenazado y golpeado. Actualmente, existen más periodistas de Internet encarcelados en el mundo que reporteros de cualquier otro medio, según el último censo del CPJ sobre periodistas en prisión. El cuarenta y cinco por ciento de todos los trabajadores de medios encarcelados en el mundo son bloggers, reporteros que trabajan en la Internet, o editores en línea -constituyendo, por primera vez, la categoría profesional más grande dentro del censo del CPJ sobre periodistas presos.
En China, que ahora tiene más de doscientos cincuenta mil millones de usuarios, se aplica la autocensura a través de normas y regulaciones gubernamentales que guían a los proveedores de Internet sobre qué noticias pueden publicarse y quién puede publicarlas. “China impone el control del estado sobre todos los medios, pero da margen para la cobertura independiente de notas periodísticas que no se perciben como amenazas a la estabilidad social o al Partido Comunista”, explica el informe. “Los periodistas chinos comprenden los límites de tolerancia del gobierno, pero también saben que pueden empujar esos límites en determinado momento”. Cuando han empujado en los momentos equivocados, sin embargo, las consecuencias han incluido desde golpizas y arrestos hasta largos períodos en la cárcel.
El informe del CPJ describe cómo el modelo chino de autocensura en la Internet -y su éxito- está siendo adoptado por países del sudeste asiático “tan dispares como el régimen comunista de Vietnam, el gobierno militar de Myanmar y Tailandia”.
En cada país que sigue al modelo chino, el acceso a Internet se ha visto severamente restringido o se ha interrumpido totalmente durante períodos de potencial descontento social. Myanmar fue particularmente despiadado en el modo en que castigó a los bloggers que se atrevieron a sortear las reglas. Maung Thura, conocido en línea como Zarganar, fue sentenciado a 59 años en prisión por difundir ilegalmente el video de las tareas privadas de rescate llevadas tras el ciclón Nargis y por brindar entrevistas a medios extranjeros en las cuales criticó la lentitud mostrada por la junta gobernante en las tareas de rescate y reconstrucción. Las autoridades afirmaron que el blogger estaba “causando alarma pública”. Al menos otros cuatro periodistas fueron encarcelados por la cobertura del ciclón, poniendo en evidencia cuáles son las consecuencias de informar sobre la mejor versión de la verdad y creando el terreno para que prospere la autocensura.
En los Estados Unidos, hemos tenido nuestros propios brotes de autocensura temerosa (en oposición a responsable), siempre en detrimento del país. En efecto, lo que la directora y el editor The Washington Post se negaron a hacer al cubrir el caso Watergate, y lo que no hizo The New York Times en su publicación sobre los Papeles del Pentágono, fue capitular ante los esfuerzos del gobierno por imponer la autocensura a través de presiones económicas, acusaciones de cobertura tendenciosa e imprecisa y denuncias de poner en peligro la seguridad nacional en tiempos de Guerra (Vietnam).
La Casa Blanca en la era Nixon, con gran éxito durante un inquietante y prolongado período de tiempo, convirtió en un problema la conducta de la prensa en el caso Watergate, en lugar de hacerlo con la conducta del presidente y de sus hombres. El gobierno de Bush, también, propugnó con firmeza (y durante mucho tiempo tuvo éxito) una política de autocensura en la prensa a través reclamos espurios sobre peligros para la seguridad nacional durante los tiempos de guerra (Irak) y acusando a las organizaciones de prensa de ser “antipatriotas”. Los resultados fueron iguales que en el gobierno de Nixon: las verdades ocultas fundamentales sobre ambas presidencias y sus políticas fueron finalmente reveladas por organizaciones de prensa cuyos editores, casas editoriales y reporteros resistieron los reclamos y se negaron a ser intimidados con la autocensura.
Lo que nos enseña a los periodistas de los Estados Unidos nuestra propia experiencia en materia de autocensura, creo yo, es saber apreciar inclusive más el coraje y el sacrificio en la protección de los principios de miles de nuestros colegas en el mundo que se resisten a la autocensura en ámbitos terribles donde fueron señalados nada más que por hacer su trabajo.
La lucha de estos periodistas es la lucha de todos nosotros, que es la razón por la cual existe el CPJ -para brindar una red sofisticada de apoyo práctico y financiero que colabore con la permanente búsqueda de la verdad, como también para asistir a periodistas y familiares que se ven atrapados en el fuego cruzado de la guerra o el conflicto en cualquier lugar del mundo.
En casi todos los países y culturas en donde los derechos humanos básicos se lograron recién en los últimos 35 años, la prensa -a veces de modo oculto, otras de manera semi-clandestina, otras en abierta resistencia- ha estado a la vanguardia de este esfuerzo.
Las condiciones y el costo humano de resistir actualmente no son menos desafiantes que en la era del imperio soviético, de las dictaduras latinoamericanas y del apartheid en Sudáfrica. Aquellos que ejercemos nuestro oficio en la relativa seguridad de las tradiciones democráticas y periodísticas “occidentales” tenemos la responsabilidad de ayudar a nuestros colegas cuando con valentía rechazan la autocensura en nombre de sus conciudadanos, de una libertad básica y dignidad para todos los seres humanos. El CPJ se ha convertido en una herramienta esencial para hacer que esto sea posible.
El libro más reciente de Carl Bernstein es la biografía llamada A Woman in Charge: The Life of Hillary Rodham Clinton. (Una Mujer al Mando: La Vida de Hillary Rodham Clinton). Él y Bob Woodward compartieron el Premio Pulitzer por la investigación periodística sobre el caso Watergate para The Washington Post.
ÍNDICE
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