Dos continentes, dos tribunales, dos aproximaciones a la privacidad

Por Geoffrey King

Mario Costeja González habla en su teléfono móvil afuera de un tribunal en Barakaldo, España, el 25 de junio de 2013. Como resultado de la demanda que presentó contra Google, el máximo tribunal europeo dictaminó que se puede obligar a las empresas de Internet a retirar información personal irrelevante o excesiva de los resultados de los buscadores.(Reuters/Vincent West)

A las 3:20 a.m. del 24 de agosto de 2014, el terremoto más intenso registrado en 25 años sacudió la región de la bahía de San Francisco y causó daños calculados por muchos entre 300 y 1,000 millones de dólares estadounidenses.

El terremoto no afectó a Silicon Valley ni a otras zonas más al sur, donde muchas de las mayores empresas de tecnología del mundo –entre ellas Twitter, Google, Facebook, Apple y Yahoo!– tienen sus sedes corporativas. Sin embargo, la proximidad significa que la región está sometida a los mismos peligros tectónicos, lo cual también es cierto en cuanto a la formación de una peligrosa fisura en el panorama cada vez más volátil de la información digital: en ambos casos, las alteraciones en una región apuntan a problemas potenciales en otras partes, inclusive si no se hacen sentir los efectos de inmediato.

El peligro más urgente que enfrentan las empresas de tecnología de California está vinculado a ondas expansivas derivadas de la ruptura por tensiones doctrinales entre dos filosofías jurídicas occidentales que por mucho tiempo han estado sometidas a la presión.

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Attacks on the Press book cover

La primera, la idea marcadamente estadounidense sobre la libertad de expresión y la privacidad que tiende a sacrificar la segunda en favor de la primera, es prácticamente única en el mundo, y les ofrece una protección incomparable a las noticias y demás información de interés público. Ello puede conllevar a resultados incómodos en los cuales expresiones de cuestionables méritos permanecen intocables ante el estado. La filosofía subyacente, derivada de las experiencias de los colonos estadounidenses con las fuerzas de ocupación británicas, consiste en que el llamado “mercado de ideas”, las buenas ideas prevalecerán. Estos principios se aplican de manera tan amplia que los tribunales estadounidenses han dictaminado que los resultados de los buscadores son una forma de libre expresión.

Por el contrario, los tribunales y legisladores europeos tienden a adoptar un enfoque más ad hoc que a veces sacrifica información de valor noticioso en favor de la privacidad individual. Esta aproximación también tiene su fundamento: “Las protecciones sobre la privacidad que vemos reflejadas en la jurisprudencia europea moderna son una respuesta a la Gestapo y la Stasi”, declaró Fred H. Cate, profesor de Derecho de la Facultad de Derecho Maurer de la Universidad de Indiana, al diario The New York Times en 2010.

Dos casos resueltos en 2014 —Riley v. California, decidido por la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, y Google Spain contra Agencia Española de Protección de Datos y Mario Costeja González, dictaminado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea– ilustran el cisma entre estas dos filosofías. Al mismo tiempo, cada caso representa una ruptura con las formas tradicionales de entender estas complejas cuestiones. Tomados en conjunto, crean incertidumbre acerca del delicado equilibrio entre la libertad de expresión, la privacidad y el poder de los estados para vigilar y censurar a los periodistas y las plataformas que utilizan.

El caso Riley indica que Estados Unidos finalmente ha dejado de lado su renuencia a proteger los datos digitales frente a la confiscación sin orden de arresto; al mismo tiempo, los principios de libertad de expresión de Estados Unidos siguen intactos. La Unión Europea, en cambio, avanza en la dirección de permitirles a los gobiernos que supriman expresiones de valor noticioso en nombre de la privacidad individual, una tendencia que el caso González acelera. De continuar la trayectoria europea hacia la censura, se limitará la capacidad de las empresas de tecnología de alojar información con valor noticioso, con potenciales consecuencias para la libertad de expresión en todo el mundo.

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Luego de atravesar por una mala racha en 1998, Mario Costeja González probablemente jamás imaginó que casi una generación después él obligaría a una de las empresas más ricas del mundo a borrar los hechos sobre su mala fortuna de su rincón de la Internet pública.

González comenzó su cruzada contra Google en 2009, cuando se enteró de que una búsqueda de su nombre en ese sitio web arrojaba entre los resultados un antiguo anuncio relativo a la subasta de sus inmuebles relacionada con un embargo derivado de una deuda impositiva. A González, quien declaró al diario The Guardian que hacía tiempo que él había superado sus dificultades económicas, le pareció injusto que el anuncio de 36 palabras todavía pudiera ser encontrado con tanta facilidad y se dispuso a sepultarlo.

Aplicando la directiva sobre protección de datos de la Unión Europea, la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) desestimó la reclamación que González interpuso contra el periódico que había publicado el anuncio, pero la ratificó respecto a Google. Enfrentados a la posibilidad de tener que retirar los enlaces al artículo, por lo demás legal, Google Spain y Google Inc. interpusieron recursos, y el tratamiento de las cuestiones terminó en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), el tribunal de máxima instancia de la Unión Europea. El tribunal falló a favor de González y, con ello, creó el llamado “derecho al olvido”.

En una época en la cual tanta información personal puede encontrarse en la Internet, es fácil entender por qué el derecho al olvido puede ser atractivo. En todo el planeta, la capacidad de controlar lo que se puede saber acerca de una persona, es un tema de inquietud generalizada en la sociedad. Un informe publicado en mayo de 2014 sobre un estudio realizado por investigadores del Oxford Internet Institute concluyó que dos tercios de los usuarios mundiales de la Internet consideran que las organizaciones, las empresas y los organismos solicitan demasiada información personal en la Internet. En Estados Unidos, la actitud de las personas es incluso más acentuada. Por ejemplo, 91 por ciento de las personas consultadas en un sondeo de noviembre de 2014 del Pew Research Center de consumidores estadounidenses afirmaban que estaban de acuerdo o totalmente de acuerdo en que los consumidores han perdido el control sobre el modo en que las empresas recolectan y utilizan la información.

El abuso de la información privada puede ser particularmente peligroso para los periodistas. Con demasiada frecuencia los periodistas son objeto de hostigamiento –y de actos más graves— facilitado por información extraída de la Internet. A veces estos daños son el resultado de investigaciones por Internet, como cuando The New York Times informó en enero de 2013 que la dirección del domicilio de reporteros y editores del diario The Journal News, con sede en el área suburbana de Nueva York, fue difundida en la Web después de que el periódico publicara un reportaje sobre la propiedad de armas de fuego en el estado, y ello obligó a algunos periodistas a mudarse temporalmente a hoteles. Otras veces, actores malintencionados pueden terminar abusando de la información en su poder, tal como sucedió en noviembre de 2014, cuando el sitio web BuzzFeed informó que un alto ejecutivo de la empresa de traslado de pasajeros Uber había rastreado los pasos de una periodista sin su autorización; ese mismo mes, el sitio web informó que durante una cena en Manhattan, el vicepresidente senior de Negocios de Uber había sugerido investigar la vida privada de periodistas.

Aunque hay razones legítimas para preocuparse por la recolección, la seguridad, el uso indebido para fines privados y la divulgación pública de los datos de los individuos, el derecho al olvido no es una cura, y representa lo que muchos consideran un precedente peligroso. La regla que el caso González estableció dispone que, previa solicitud de un individuo, a los buscadores se les pueda exigir que eliminen los enlaces a determinado contenido. No se puede exagerar el alcance del fallo: le permite a un individuo exigir que se retiren datos de los servidores de un sitio, inclusive si el contenido es veraz, fue publicado legalmente y no le causa ningún perjuicio a la persona.

Tal como se ha pronunciado al respecto el CPJ, el fallo en gran medida ignora principios de libertad de expresión que son vitales para el periodismo digital. También representa una ruptura radical con filosofías jurídicas cuidadosamente elaboradas que sustentan la privacidad, que ya es un derecho más reciente y mucho más volátil que los principios de libertad de expresión con los que a menudo choca.

Además, el derecho al olvido es impracticable, una idea que han expresado el ministro de Justicia británico Simon Hughes, la Cámara de los Lores del mismo país, la Agencia Europea de Seguridad de las Redes y de la Información (ENISA) y otros. Aunque la comisionada de Justicia de la Unión Europea, Viviane Reding, haya afirmado con optimismo lo siguiente: “Es posible manejar la cuestión del derecho de autor, y por tanto también debe ser posible manejar las solicitudes de retiro sobre cuestiones de datos personales”, en una cita recogida por el Guardian, este análisis es erróneo. Los procedimientos de detección y retirada –por los cuales un sitio web u otra plataforma pueden ser absueltos de responsabilidad si retiran el contenido que presuntamente viola el derecho de autor– son abusados con frecuencia, muchas veces en detrimento de los periodistas. La declaración de Reding también es falsa: las protecciones del derecho de autor están mucho mejor definidas que el ámbito prácticamente ilimitado del derecho al olvido. Como el abogado general de la Unión Europea, Niilo Jääskinen, alegó en la recomendación formal de no adoptar un derecho al olvido de amplia definición, enviada al Tribunal de Justicia de la Unión Europea en 2013, “[E]s posible que tales ‘procedimientos de detección y retirada’, si los exige el Tribunal de Justicia, conduzcan a una retirada automática de enlaces a todo contenido controvertido o a un número de solicitudes inmanejable formuladas por los proveedores de servicio de motor de búsqueda en Internet más populares y más importantes”.

Aunque Google no es el único blanco del derecho al olvido, la empresa fue una opción obvia. Google.com es el sitio web más visitado del mundo, de acuerdo con el sitio de medición de tráfico Alexa.com. La empresa tiene una mayor cuota de audiencia que Netflix, Facebook y Twitter juntas, según la empresa de investigaciones Deepfield. Los servidores de Google indexan 30 billones de páginas web cada mes. El algoritmo de búsqueda de Google es un secreto industrial bien guardado, y rentable: la empresa es una de las más ricas del mundo, y reporta una fuente de ingresos que en total asciende a más de USD 115,000 por minuto.

Para muchos, este gigante de la tecnología es sinónimo de hegemonía estadounidense, y, no obstante, también es un ejemplo del tipo de inventiva que por un lado prospera gracias a la información y por otro otorga un acceso sin precedentes a ella. Las vastas cantidades de información sobre la base de las cuales Google y otras empresas de tecnología prosperan, pueden desempeñar un papel clave en sustentar el futuro del periodismo. Sin embargo, el derecho al olvido amenaza la capacidad de los periodistas, y de las empresas que crean las plataformas que los periodistas utilizan, de sacarle el mayor partido a la información.

Más radicalmente, el derecho al olvido corrompe la historia, como observó el CPJ poco después del fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. “El derecho a tener acceso a la historia es importante”, declaró Tim Berners-Lee, el fundador de la World Wide Web, en la conferencia LeWeb en París en diciembre de 2014, de acuerdo con una cita recogida en el sitio web CNET. “Es nuestra sociedad. Nosotros la construimos. Podemos definir las reglas acerca de cómo utilizar los datos […] eso es mucho mejor que intentar pretender que algo nunca ocurrió”.

Ese sentimiento es compartido por Eduardo Bertoni, director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo, Argentina, y ex relator especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organismo de la Organización de los Estados Americanos. Refiriéndose al derecho al olvido como “agravio para América Latina”, Bertoni escribió lo siguiente en una entrada del Huff Post Tech, la sección de Tecnología del sitio web The Huffington Post: “[E]n lugar de imponer el olvido se ha estado peleando en las últimas décadas por la verdad de lo ocurrido durante los años oscuros de dictaduras militares”. Entre otros horrores, las violaciones cometidas por estas dictaduras incluían la censura, el asesinato y la desaparición de periodistas –crímenes que en algunos casos solamente ahora están saliendo a la luz–. Y, como el fundador de Wikipedia, Jimmy Wales, expresara ante periodistas en Londres, en agosto de 2014, según The Washington Post: “Jamás utilizaría ningún tipo de procedimiento legal como éste para tratar de suprimir la verdad. Pienso que es sumamente inmoral”.

Aunque con menos de un año de vigencia, el incipiente derecho al olvido está creando polémica desde Corea del Sur hasta Sudáfrica, Canadá y Chile. Ya están en marcha intentos por ampliar el fallo, y la amenaza de leyes inspiradas en el fallo está al acecho. Además de generar enorme incertidumbre acerca del futuro de la libertad de expresión, así como del derecho a recibir información, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha forzado el debate de difíciles cuestiones jurisdiccionales, posiblemente de manera prematura. Y dado que el derecho al olvido permite que los individuos censuren información veraz, el perjuicio provocado por el fallo no se limita solamente a la capacidad de cada periodista de publicar lo que decida sino también a la naturaleza interconectada y de libre espíritu de la propia Internet, lo cual llevó a Larry Page, uno de los fundadores de Google, a lanzar la siguiente advertencia: “No vamos a ver el tipo de innovación que hemos visto” a medida que se afiancen regulaciones tales como el derecho al olvido.

Si el caso González es excepcional, cabe examinar las normas con las cuales rompe de manera tan radical.

Samuel Warren y Louis Brandeis articularon por primera vez “el derecho a la privacidad” como un concepto en la filosofía jurídica occidental en un artículo del mismo nombre publicado en 1890 en el Harvard Law Review, artículo que es tan famoso como profético. El artículo sigue siendo sumamente influyente, y se refleja en leyes estadounidenses, en jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos y en debates contemporáneos sobre las nuevas tecnologías. Inclusive la recomendación del Abogado General de la UE, Niilo Jääskinen, en el sentido de que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea rechazara el derecho al olvido, comenzó con un análisis de la influencia del artículo.

Como Warren y Brandeis lo concibieron, el derecho a la privacidad consistía en el “derecho a ser dejado tranquilo”, que difiere del derecho al olvido contemporáneo. El derecho a la privacidad, derivado principalmente de fallos judiciales del derecho consuetudinario en casos entre partes privadas, pero también profundamente arraigado en las prohibiciones contra registros y confiscaciones irrazonables estipuladas en la Cuarta Enmienda de la Constitución estadounidense, tiene como objetivo proteger la facultad de un individuo de fijar límites razonables a su vida antes de la publicación o de cualquier otra intromisión. Dicho esto, ese derecho está muy lejos de ser absoluto. Dada la importancia de proteger el libre intercambio de ideas, de noticias y la cultura, el derecho a la privacidad está firmemente custodiado por los principios de la libertad de expresión.

Por esta razón, sería poco probable que una persona ganara una demanda con el argumento de que se violó su privacidad después de involucrarse voluntariamente en asuntos de interés público, o en un caso en que se informaron hechos de valor noticioso, o si la información difundida provenía de procesos judiciales o documentos de carácter público. Y, al igual que con la mayoría de los asuntos, un demandante potencial tendría que demostrar que sufrió algún tipo de perjuicio. Por el contrario, estas limitaciones a la responsabilidad por las expresiones están ausentes en gran medida del derecho al olvido.

Aunque el ensayo “El derecho a la privacidad” sigue siendo relevante, también es cierto que la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos tiende a la dilación al admitir cuestiones de privacidad digital. El máximo tribunal, actuando con cautela ante la posibilidad de emitir un fallo demasiado amplio, durante muchos años ha intentado torpemente aplicar analogías del mundo real a cuestiones tecnológicas de origen reciente. Pero, como el presidente del tribunal, John Roberts, declaró en el fallo unánime del caso Riley, decir que buscar todos los datos de un teléfono celular es “en esencia imposible de distinguir” de registrar un objeto físico “es como decir que montar a caballo es en esencia imposible de distinguir de volar a la luna”.

Lo conciso de la observación de Roberts no deja plasmada la importancia de un giro doctrinal extraordinario. El caso Riley convierte en real un concepto reconocido por primera vez hace casi medio siglo: que “[…] la Cuarta Enmienda [de la Constitución estadounidense] protege a las personas, no a los lugares”. En el caso Katz v. el Gobierno de Estados Unidos, la Corte Suprema rechazó una intercepción telefónica sin orden judicial utilizada para condenar a un individuo de Los Ángeles que dirigía una operación ilegal de juegos de azar. Mediante esta decisión, el tribunal creó una prueba jurídica que aborda la “expectativa razonable de privacidad” de una persona, que a su vez gira en torno a los contextos objetivo y cultural.

Los hechos del caso Riley son igualmente rutinarios, y no se corresponden con el efecto que el caso pudiera tener sobre la privacidad de los periodistas. En el caso Riley, la Corte Suprema dictaminó que una doctrina de larga vigencia que le permitía a la policía el registro de rutina de los arrestados, no debía hacerse extensiva a los dispositivos electrónicos que los arrestados llevaran. Presentando el dictamen en nombre del tribunal, el magistrado Roberts apuntó: “Un teléfono no solamente contiene en formato digital muchos archivos sensibles que anteriormente se podían encontrar en la casa; también contiene una amplia gama de información privada que nunca se encuentra en la casa de ninguna manera, a menos que el teléfono esté”.

Al igual que los actos de un corredor de apuestas de Los Ángeles en última instancia significaron que es poco probable que el teléfono de los periodistas estadounidenses sea interceptado (incluso si lo mismo no se puede decir de otras formas de vigilancia), Riley es una bendición para los periodistas que han pasado apuros para proteger su privacidad y la de sus fuentes en la era post-Snowden. “El hecho [es] que el dispositivo de medios digitales que todo el mundo lleva en el bolsillo es una fuente potencial de búsqueda de noticias”, expresó al CPJ Jeffrey Fisher, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Stanford y codirector de su Curso de Litigio ante la Corte Suprema. Fisher, quien presentó los alegatos del caso Riley en la Corte Suprema, expresó que la privacidad y la expresión con frecuencia son valores complementarios, y señaló que las noticias y la información “circulan de manera más libre si las personas no son sometidas a la confiscación y el registro de todo lo que esté en su dispositivo”.

El caso Riley tiene otras implicaciones trascendentales. “En lo referente a la privacidad individual”, refirió Fisher al CPJ, “ya sea la recolección de registros telefónicos de llamadas, ya sea que se compare la información de antenas para celulares con el antiguo uso de los beepers u otros dispositivos de localización, la doctrina de divulgación a terceros –todas esas cosas que se han desarrollado de cierta forma en el mundo análogo ahora deben repensarse en el mundo digital–“.

Hanni Fakhoury, abogado de plantilla de la Electronic Frontier Foundation, concuerda. “Los casos antiguos que involucraban tecnologías más antiguas no necesariamente se aplican de la misma manera a las nuevas tecnologías”, declaró Fakhoury al CPJ en octubre de 2014. “Ahora tienes que evaluar la tecnología por lo que revela; no basta con aplicar ciegamente antiguos precedentes”.

Al ratificar el caso Riley que tanto la privacidad como la tecnología son socialmente beneficiosas, ello tiene poderosas implicaciones. A medida que las empresas comiencen a defenderse de la presión gubernamental e implementar la encripción por defecto, los periodistas dedicarán menos tiempo a entender la tecnología y más tiempo a ejercer la profesión, como el tecnólogo del CPJ Tom Lowenthal explica en otro ensayo de este volumen.

Aunque tanto el caso Riley como el derecho al olvido se relacionan con la protección de la privacidad, ellos se aproximan al problema de disímiles maneras. El derecho al olvido obliga a las empresas de tecnología a borrar información con potencial valor noticioso después de haber sido difundida –inclusive si no es particularmente negativa–; el caso Riley se centra en primer lugar en el poder del Gobierno para confiscar, registrar –y de ese modo censurar–.

“No creo que sea casualidad que los principales fallos judiciales estadounidenses sean casos que involucren al Estado, porque nuestra Constitución aborda el poder del Estado”, afirmó Fisher al CPJ. “Como cuestión cultural y cuestión constitucional, el derecho sobre la privacidad estadounidense tiende a estar más enfocado en actores estatales que en partes privadas o empresas […] Creo que los europeos ven una amenaza a la privacidad que quizás hasta cierto punto proviene de fuentes diferentes, o con diferente fuerza de fuentes diferentes”.

El derecho al olvido, aunque bien intencionado, conlleva peligros significativos para el periodismo digital y ha provocado que algunos comentaristas cuestionen el grado en que las empresas de tecnología estadounidenses se deban vincular con Europa. En un artículo para la revista Computerworld publicado en diciembre de 2014, el periodista Mike Elgan argumentó que Google debía retirarse de Europa completamente, “al igual que lo hizo de China”. De hecho, los reguladores europeos están intentando expandir el derecho al olvido al resto del planeta.

Brandeis, coautor de “El derecho a la privacidad”, posteriormente se convirtió en magistrado de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. En el primer caso de interceptación telefónica que llegó al tribunal de máxima instancia de la nación, y que posteriormente fuera anulado por el caso Katz, Brandeis prefiguró cómo los periodistas deben considerar el “derecho al olvido”. Cuando el dictamen de la mayoría de los magistrados del tribunal dio su visto bueno a la interceptación telefónica sin orden judicial, Brandeis escribió en su opinión disidente: “La experiencia debe enseñarnos a estar más alertas para proteger la libertad cuando los propósitos del Gobierno son benevolentes […] Los mayores peligros que enfrenta la libertad están latentes en la intromisión insidiosa por parte de personas que trabajan con celo, con buenas intenciones pero sin entendimiento”.

Geoffrey King es el coordinador de campañas de Internet del CPJ y está radicado en San Francisco. Trabaja para proteger los derechos digitales de los periodistas del mundo entero. Es abogado constitucionalista y también imparte cursos sobre derecho de privacidad digital y sobre la intersección de los medios y el cambio social en la Universidad de California en Berkeley.

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