Silencio o muerte en la prensa mexicana

2. Un país en crisis

Desde 2006, más de 30 periodistas y trabajadores de medios han sido asesinados o están desaparecidos. A medida que se impone una autocensura generalizada, el futuro de México como sociedad libre y democrática está en riesgo.

México está en guerra en muchos aspectos importantes, con instituciones corrompidas y la seguridad en riesgo, mientras que el periodismo de primera línea, que permitiría a sus ciudadanos y líderes entender y combatir a sus enemigos, está en vías de extinción. Los narcotraficantes, los criminales y los funcionarios corruptos que amenazan el futuro de México han asesinado, aterrorizado y cooptado a los periodistas, conscientes de que controlar el flujo informativo beneficiará sus intereses. Cada vez tienen más éxito y los resultados son devastadores, según la investigación del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés).

APARTADO: Una era
de promesas y temores

Desde que el Presidente Felipe Calderón Hinojosa lanzó una ofensiva gubernamental contra los poderosos carteles de la droga tras asumir el poder en diciembre de 2006, más de 22 mil personas han muerto en asesinatos relacionados con el narcotráfico, según un informe de su administración enviado al Congreso en marzo de 2010, una cifra asombrosa que parece más asociada a una zona de conflicto que a una democracia en tiempos de paz. La influencia de la delincuencia organizada en cada aspecto de la sociedad, incluyendo el gobierno, la policía y los ministerios públicos, ha convertido a México en el país más letal para la prensa en el hemisferio occidental y en uno de los lugares más peligrosos del mundo para ejercer el derecho humano fundamental a la libre expresión. Un total de 22 periodistas han sido asesinados durante el mandato de Calderón, al menos ocho de ellos en represalia directa por sus informes sobre crímenes y corrupción, dos plagas idénticas que han socavado la estabilidad del país. Tres trabajadores de los medios fueron asesinados por el delito de repartir periódicos. Al menos otros siete periodistas han desaparecido desde que el presidente inició su mandato, y es probable que todos estén muertos.  

Desde fines de 2006, la administración de Calderón ha desplegado 45 mil efectivos del ejército y 20 mil policías federales en áreas asoladas por la delincuencia en todo el territorio mexicano. El gobierno argumenta que la intervención federal es necesaria porque las policías estatales y municipales están corrompidas por los narcotraficantes, haciendo imposible combatir la delincuencia en el orden local. La ofensiva se ha visto acompañada de una escalada de violencia que ha alcanzado niveles récord en toda la sociedad. Un estudio realizado por el Instituto Transfronterizo de la Universidad de San Diego en marzo del 2010 encontró una compleja serie de razones para el incremento repentino de la violencia: las brutales rivalidades producto de la desintegración de las grandes organizaciones delictivas, el creciente consumo nacional de estupefacientes, el incremento en la seguridad en la frontera con los Estados Unidos y la dinámica cambiante de la corrupción política después de que el Partido Revolucionario Institucional perdiera el control del poder. Mientras que una vasta mayoría de los asesinatos ocurre entre organizaciones delictivas, en años recientes reporteros y salas de redacción han sido, cada vez con más frecuencia, blanco de los narcotraficantes, según la investigación del CPJ.

Además de aquellos que fueron asesinados, decenas de periodistas han sido objeto de ataques, secuestros o se han visto forzados al exilio por su cobertura sobre crímenes y corrupción. Informar, incluso en forma superficial, sobre actividades delictivas, incluyendo los nombres de los capos de la droga, las rutas de tráfico y los precios, coloca a los periodistas en un riesgo inmediato. Tener cuidado con lo que se publica ayuda un poco, aseguró al CPJ Luz Sosa, reportera de la crónica del crimen en Ciudad Juárez, en una entrevista en 2009. “Pero incluso eso puede no ser suficiente si el reportero empieza a hacer preguntas delicadas”, indicó. “Los delincuentes pueden asesinarte no por lo que publicas, sino por lo que creen que sabes”.

María Esther Aguilar Cansimbe, veterana reportera de la crónica del crimen del estado de Michoacán, sabía y escribía muchas cosas. Antes de desaparecer en noviembre de 2009, publicó una serie de informes sobre la corrupción en el gobierno, abusos de fuerzas policiales y la detención del líder del cartel La Familia. Su esposo, David Silva, ex jefe de policía, afirmó al CPJ que la influencia de los narcotraficantes es tan fuerte en el área, que no tiene ninguna esperanza puesta en la investigación que lleva adelante la policía. “Con la mayoría de los policías aquí no sabes con quién estás hablando: si es un agente o un representante de la delincuencia organizada”, resaltó. La averiguación previa sobre la desaparición de Aguilar no arrojó ningún resultado tangible.

Incluso aquellos periodistas que no cubren delitos o cuestiones de seguridad pública en profundidad son víctimas de grupos delictivos. Valentín Valdés Espinosa, un reportero de 29 años que cubría información general para el diario Zócalo de Saltillo, en el estado de Coahuila, fue secuestrado cuando conducía su vehículo en una calle del centro de Saltillo en enero de 2010. Lo torturaron y asesinaron brutalmente. El joven reportero no cubría actividades delictivas en forma regular, pero había sido parte de un equipo de periodistas que cubrió una incursión militar en la cual un famoso líder del cartel del Golfo fue arrestado. Sus colegas relataron al CPJ que Valdés hizo lo que le dictaban los principios de la profesión: redactó una nota sobre el arresto. Pero en México los carteles son quienes imponen las reglas en estos días. Al lado de su cuerpo repleto de balas, sus asesinos dejaron una nota que más parecía una advertencia para toda la prensa de Saltillo: “Esto les va a pasar a los que no entienden. El mensaje es para todos”. 

La autocensura generalizada en vastas áreas del país es el sombrío producto de esta violencia criminal. A medida que aumenta la delincuencia organizada, la corrupción y la anarquía, los reporteros y medios de prensa están abandonando no sólo el periodismo de investigación, sino incluso la cobertura diaria de problemas graves, como la venta de drogas y la malversación de fondos municipales.

En la ciudad fronteriza de Reynosa, en el estado de Tamaulipas, varios periodistas fueron secuestrados en un lapso de tres semanas a principios de 2010. Temiendo mayores represalias, la prensa local evitó informar sobre los secuestros; la primicia la dio Alfredo Corchado, un veterano corresponsal del diario The Dallas Morning News de los Estados Unidos. Al menos tres periodistas de Reynosa siguen desaparecidos, una señal clara para toda la prensa local de que los narcotraficantes son los que mandan. En una serie de entrevistas con el CPJ, más de 20 periodistas de Reynosa afirmaron que el cartel del Golfo controla el gobierno local y dicta lo que la prensa puede o no cubrir. 

En Ciudad Juárez, también en la frontera con los Estados Unidos, el asesinato del veterano reportero de la crónica del crimen Armando Rodríguez Carreón, en noviembre de 2008, ha llevado a la mayoría de los periodistas locales a una fuerte autocensura. El conocido periódico Norte de Ciudad Juárez ha adoptado una estricta política editorial de no publicar información relacionada con los carteles de la droga. “Ya aprendimos la lección. Publicamos lo mínimo para sobrevivir”, asegura el jefe de redacción Alfredo Quijano, quien se dio cuenta de que el dinero de los carteles fluye con facilidad en las campañas políticas locales, que a la policía se la compra o se la amenaza para que no investigue, y que los carteles han expandido sus operaciones al secuestro y la extorsión. “No investigamos”, señala. “Incluso la mayor parte de lo que sabemos se queda en la libreta del reportero”.

Sin embargo, la autocensura no siempre es suficiente. El diario Cambio de Sonora, que se edita en Hermosillo, ha dejado de publicar artículos de fondo sobre la delincuencia organizada y el narcotráfico y aún así ha sufrido dos ataques con granadas y una serie de amenazas en 2007. Nadie salió herido, pero el periódico fue la única víctima mortal: dejó de publicarse.

Hace una década, la violencia del narcotráfico se concentraba en la frontera entre México y los Estados Unidos, pero ahora se ha expandido por todo el país, particularmente en los últimos tres años. La cruenta batalla entre los carteles de la droga por controlar las rutas del tráfico, las tierras de cultivo y los mercados nacionales ha avanzado a los estados de Michoacán y Guerrero, junto con Tabasco, Veracruz y Quintana Roo. El estado de Chihuahua era el más violento en 2009, seguido de Sinaloa, Guerrero, Baja California, Michoacán y Durango.

Monterrey, en el estado de Nuevo León, fue alguna vez considerada una de las ciudades más seguras de América Latina. Pero, desde principios de 2007, la violencia se ha extendido a medida que las bandas de narcotraficantes pelean por el control de la ciudad y su cercana ruta hacia el estado de Texas. Uno de los más prominentes editores de México, Alejandro Junco de la Vega, del Grupo Reforma, finalmente se mudó a Austin, Texas, en 2008 después de considerar a Monterrey como insegura. La desaparición de un equipo de reportero y camarógrafo de la televisora nacional TV Azteca en mayo de 2007 contribuyó a esa sensación de inseguridad.

La impunidad sistemática permite que se arraigue la inseguridad. El sobrecargado y disfuncional sistema de justicia penal de México no ha podido investigar en forma exitosa más del 90 por ciento de los delitos relacionados con la libertad de prensa, según investigaciones del CPJ, perpetuando así un clima de temor e intimidación en el que los ataques no resueltos se convierten en la regla general. La fallida investigación de los asesinatos de periodistas ha ubicado a México en el noveno lugar en el índice de impunidad del CPJ, que calcula la cantidad de asesinatos de periodistas no resueltos en relación con la población de cada país. La mala calificación de México lo coloca a la altura de países asolados por conflictos armados, tales como Irak y Somalia.

El problema se origina en una generalizada corrupción en las fuerzas de seguridad, el poder judicial y el sistema político, especialmente a nivel de los estados. La complicidad entre policías y narcotraficantes es tan común que debilita la justicia y crea la percepción generalizada de que los delincuentes son quienes controlan el sistema. Caso tras caso, el CPJ ha encontrado averiguaciones previas defectuosas o negligentes por parte de ministerios públicos y policías, muchos de los cuales se quejan de falta de capacitación y recursos. La investigación del asesinato de Bladimir Antuna García, en Durango en 2009, refleja este resquebrajamiento de la procuración de justicia. Juan López Ramírez, procurador del estado, reconoció en una entrevista con el CPJ en marzo del 2010 que los policías a cargo de investigar el caso han llevado a cabo solo someros interrogatorios a testigos y la esposa de la víctima. No se ha realizado virtualmente ningún otro trabajo de investigación. Dicha falta de atención aviva la especulación entre los periodistas locales de que las autoridades no quieren resolver el homicidio. “O les tienen miedo o bien están en complicidad con quienes lo asesinaron”, señaló Víctor Garza Ayala, jefe de Antuna García y editor de El Tiempo de Durango.

En varias ocasiones las autoridades han recurrido a métodos ilegales para producir resultados cuestionables, incluyendo la coerción de testigos y la fabricación de pruebas. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, una dependencia gubernamental autónoma, ha encontrado sistemáticas violaciones dentro del sistema de justicia penal. Cuando las autoridades de Iguala, Guerrero, arrestaron a un sospechoso por la muerte en 2009 del reportero Jean Paul Ibarra Ramírez, por ejemplo, periodistas y defensores de los derechos humanos inmediatamente expresaron sus dudas sobre la investigación, indicando que la confesión fue, tal vez, producto de una coacción. 

El gobierno federal ha reconocido la violencia contra la prensa como un problema nacional sólo en forma esporádica. En 2006, bajo la presidencia de Vicente Fox, su gobierno creó una fiscalía especial para la atención de delitos contra la prensa. La fiscalía ha resultado ineficaz, aunque al principio se la consideró como un paso adelante para combatir la impunidad. El hecho de que no se concediera a la fiscalía suficiente jurisdicción para llevar a cabo sus propias investigaciones ha contribuido en parte a su fracaso, aunque los propios fiscales también en ocasiones aparentan desinterés en su misión. En 2007, el entonces fiscal especial Octavio Orellana Wiarco minimizó el problema de la violencia contra la prensa al afirmar ante reporteros de Durango que “además del narcotráfico, en general no hay problemas graves para trabajar en el periodismo”. La presidencia de Calderón ha anunciado planes para dotar a la fiscalía de mayor autoridad para emprender investigaciones, aunque la voluntad política es vital para lograr tal objetivo.

El CPJ y otros grupos de prensa creen que el gobierno federal debe intervenir con mayor fuerza para afrontar esta crisis nacional y asumir la responsabilidad principal de garantizar el derecho a la libre expresión, consagrado en los artículos sexto y séptimo de la constitución política de los Estados Unidos Mexicanos. En la práctica, se trata de un derecho que millones de mexicanos, incluyendo a los periodistas, ya no pueden ejercer. Pero la administración de Calderón, abrumada por la guerra fuera de control contra el narcotráfico, no ha priorizado a la libertad de prensa en la agenda nacional. Por su parte, diputados federales se han visto presionados por poderosos gobernadores y políticos estatales, que ven sus intereses mejor resguardados si mantienen la jurisdicción estatal y la falta de acción en la investigación de los delitos contra la prensa. En consecuencia, los proyectos de ley que proporcionarían al gobierno federal amplia autoridad en la investigación de delitos contra la libertad de expresión están estancados en el Congreso.

Los críticos explican que la federalización no es la panacea y tienen razón. El CPJ ha documentado muchos casos en los que el ejército y la policía federal han acosado y atacado a periodistas. En 2007, por ejemplo, soldados mexicanos detuvieron, golpearon, vendaron los ojos y sometieron a un agresivo interrogatorio a cuatro reporteros del estado de Coahuila en el norte de México. Los reporteros, todos ellos con credenciales de prensa, fueron retenidos tres días con acusaciones vagas sobre actividades paramilitares antes de ser finalmente liberados. Las propias fuerzas de seguridad federal se ven asediadas por la corrupción del narcotráfico, minando aún más la confianza en la respuesta del gobierno nacional. Pero la crisis que ha arrebatado a los ciudadanos su derecho constitucional y humano básico a la libre expresión exige una contundente respuesta nacional en la que el gobierno federal sea responsable y rinda cuentas a la sociedad.

Los propios periodistas deben contribuir en este esfuerzo. Tradicionalmente, los medios mexicanos no han mostrado cohesión suficiente para defender los derechos de sus colegas a trabajar sin temor a represalias. Dicha alianza es crucial, como se demostró en Colombia, en donde dinámicos grupos de libertad de prensa y la unión de los medios de comunicación ayudaron a poner freno a la violencia criminal y sin castigo. Los medios de comunicación y los periodistas mexicanos aún no han creado alianzas fuertes, pero la gravedad de la situación ha comenzado a acercarlos. Los medios están dando ahora una mayor cobertura a los ataques a la prensa y los grupos de apoyo a los periodistas están llevando a cabo investigaciones más rigurosas.

Reporteros y editores también han sido corrompidos por esos mismos carteles de la droga que se han infiltrado prácticamente en todos los sectores de la sociedad. En decenas de entrevistas que el CPJ llevó a cabo durante varios años, los periodistas reconocen que los delincuentes intentan sobornarlos para actuar como publicistas de los carteles o para comprar su silencio. En algunos casos, los propios periodistas sobornan a sus colegas. La corrupción en los medios de comunicación plantea la posibilidad de que ciertos periodistas hayan sido asesinados como resultado de su trabajo o bien porque estaban involucrados con los carteles de la droga, situación que complica el trabajo de los defensores de la prensa y mancilla la reputación de los medios de comunicación en su conjunto.   

Para que la ciudadanía pueda retomar el control del país hacen falta reformas profundas. En ciudades fronterizas como Reynosa y Ciudad Juárez existe un vacío informativo, donde los grupos criminales ejercen un gran control y la prensa se autocensura en forma generalizada. Ante la falta de noticias, los ciudadanos están recurriendo con mayor frecuencia a las redes sociales como Facebook y Twitter para llenar el vacío informativo en cuestiones tan vitales como la violencia en las calles. Funcionarios de Reynosa explican que las redes sociales están esparciendo rumores e información falsa, pero también reconocen que el uso de estos medios sociales reflejan a una población ansiosa de información, pugnando por entender qué es lo que está pasando en sus comunidades. Saben que están en guerra y quieren saber qué pasa y cómo combatirla. Las redes sociales continuarán cumpliendo un importante papel, pero la estabilidad política dependerá, a fin de cuentas, del restablecimiento de la capacidad de los medios de comunicación para informar libremente y sin miedo a represalias.

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