El camino a la justicia

Capítulo 3: Donde la impunidad se fortalece

El clima de impunidad llegó a un trágico punto culminante el 23 de noviembre de 2009, cuando sujetos armados emboscaron la caravana que seguía al candidato político Esmael “Toto” Mangudadatu cuando se preparaba para inscribirse como candidato a gobernador provincial en Filipinas. Los atacantes masacraron a 58 personas, entre ellas 30 periodistas y dos trabajadores de medios de prensa, el mayor saldo de periodistas jamás asesinados en un solo acto de violencia desde que el CPJ comenzó a llevar estadísticas sobre asesinatos en 1992.

El asesinato en masa en las afueras de la municipalidad de Ampatuan provocó enorme repudio, pero nadie ha sido condenado por participar en la masacre y ello no sorprende a muchos. Muchos consideraron el ataque como un resultado natural de la conjunción de varios factores –desde hace mucho presentes en Filipinas– tales como la existencia de poderosos grupos armados, la corrupción e inacción gubernamental y la endeble aplicación de la ley. Este ciclo de violencia e impunidad no da señales de debilitarse.

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Más de 50 periodistas han sido asesinados impunemente por ejercer la profesión en Filipinas entre 2004 y 2013. Cientos de defensores de los derechos humanos, activistas y políticos han sido víctima de ejecuciones extrajudiciales, la mayoría de ellas sin consecuencias para los asesinos. Y en este aspecto, Filipinas no está sola.

Los asesinatos de periodistas muy pocas veces son hechos aislados. Por lo general no son actos espontáneos de un individuo violento que se molesta por algo que acaba de leer en la prensa. Con demasiada frecuencia son actos premeditados: ordenados, pagados y planificados. Estos asesinatos se pueden dividir en dos amplios patrones: la intimidación contra los que denuncian la corrupción, revelan actos ilícitos políticos o financieros o informan sobre la delincuencia; y los casos en que la violencia cotidiana por parte de grupos radicales o la delincuencia organizada obstruye la acción de la justicia. El sencillo hecho de que sea fácil asesinar a un periodista sin sentir el peso de la ley, posibilita estos dos patrones. Según datos del CPJ, los asesinos de periodistas no enfrentan las consecuencias de sus actos en nueve de cada 10 casos.

Andal Ampatuan Jr., al centro, es llevado al tribunal para responder por el delito de organizar el ataque contra 57 personas, de ellos 32 periodistas y trabajadores de medios, en la masacre de Maguindanao, en el 2009. (Reuters/Cheryl Ravelo)
Andal Ampatuan Jr., al centro, es llevado al tribunal para responder por el delito de organizar el ataque contra 57 personas, de ellos 32 periodistas y trabajadores de medios, en la masacre de Maguindanao, en el 2009. (Reuters/Cheryl Ravelo)

La cultura de impunidad en los asesinatos de periodistas se nutre de sí misma. Cuando la justicia fracasa, a menudo la violencia se repite, según se desprende de las tendencias documentadas por el Índice Global de la Impunidad del CPJ en los últimos siete años. Iraq, por ejemplo, tiene de lejos la mayor cifra de asesinatos no resueltos y registró otros nueve asesinatos de periodistas en 2013. En Rusia, otros dos periodistas cayeron asesinados el año pasado, con lo cual la cifra total de asesinatos absolutamente impunes de periodistas ascendió a 14 desde 2004. En Bangladesh, Brasil, Colombia e India, siete periodistas fueron asesinados en 2013. Con la excepción de uno, todos los países donde ocurrieron asesinatos de periodistas en 2013 tenían antecedentes de impunidad en cuatro o más asesinatos anteriores. “Cada acto de violencia que sea cometido contra un periodista y que no sea investigado y castigado, es una invitación abierta a la comisión de nuevos actos de violencia”, declaró este año Navi Pillay, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en una reunión del Consejo de Derechos Humanos.

La impunidad constante y generalizada se fortalece de muchas maneras en lo que a ataques contra periodistas se refiere. En algunos casos, se trata de la ausencia de voluntad política. En otros, los conflictos armados o la endeble aplicación de la ley impiden que se imparta justicia. En la mayoría de las situaciones, es una combinación de estos factores. Examinar los contextos en que la impunidad se fortalece es el primer paso para erradicarla.

Los gobiernos suelen quejarse de que lograr justicia está fuera de su alcance. La impunidad en los asesinatos de periodistas es la punta del iceberg –reza el argumento de ellos– y los verdaderos asuntos son enormes problemas sistémicos que van desde la corrupción general hasta los conflictos armados. Es cierto que la impunidad florece en contextos de inseguridad y caos, pero el CPJ ha observado reiteradamente que la ausencia de voluntad política para enjuiciar a los responsables de los crímenes es el factor más frecuente que explica el alarmante número de casos no resueltos. Con demasiada regularidad, los Estados muestran que no tienen la voluntad necesaria, y que no simplemente carecen de la capacidad, de buscar justicia en lo referente a los asesinatos de periodistas. “El elemento más importante es la voluntad política”, declaró Frank La Rue, ex relator especial de la ONU sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de expresión y de opinión.

El CPJ ha documentado innumerables casos que no registran ningún avance en la búsqueda de justicia pese a la existencia de pruebas que apuntan a los posibles culpables. En otros, los funcionarios de las instituciones encargadas de cumplir la ley no siguen pistas, ni entrevistan testigos, ni reúnen suficientes elementos de prueba ni completan los procesos penales. Cuando Lasantha Wickramatunga, conocido director de un periódico de Sri Lanka, fue asesinado en 2009, sus agresores lo golpearon con tubos de hierro y varas de madera en una concurrida calle, a la vista de soldados destacados en una base aérea. Según la viuda del periodista, Sonali Samarasinghe, la policía casi no entrevistó a los testigos y reportó la muerte de Wickramatunga como un homicidio provocado por disparos, lo cual contradecía los partes médicos, que no mencionaban ninguna herida de bala. Estos fueron solamente dos de las numerosas quejas e interrogantes suscitados por una investigación que, pese a las promesas del presidente Mahinda Rajapaksa de que se resolvería el crimen, ha pasado su quinto aniversario sin un juicio.

Un miembro del gremio periodístico sostiene una foto del periodista srilankés Dharmeratnam Sivaram durante una protesta en 2013. Sivaram fue secuestrado en abril de 2005 y su cadáver fue hallado al día siguiente. (Reuters/Dinuka Liyanawatte)
Un miembro del gremio periodístico sostiene una foto del periodista srilankés Dharmeratnam Sivaram durante una protesta en 2013. Sivaram fue secuestrado en abril de 2005 y su cadáver fue hallado al día siguiente. (Reuters/Dinuka Liyanawatte)

Las pruebas en este y otros casos frecuentemente indican que los perpetradores son altos funcionarios en la estructura de poder de una nación. Datos del CPJ obtenidos del análisis de los casos de 1992 hasta la fecha, muestran que los actores estatales, o los funcionarios gubernamentales y los miembros de las fuerzas armadas, son los sospechosos de ser los responsables de más del 30 por ciento de los asesinatos de periodistas. En cientos de otros casos, organizaciones políticas o individuos con gran influencia económica y política son los sospechosos de los asesinatos. Ante esta realidad, no sorprende que a menudo la justicia sea cortada de raíz.

“Los periodistas pueden convertirse en víctimas de rivalidades políticas o pueden sufrir represalias por parte de políticos. También es posible que los políticos locales tengan intereses comerciales y que los periodistas investiguen esos intereses o informen sobre ellos”, expresó Geeta Seshu, editora y consultora de The Hoot, organización observadora de los medios de India, donde siete periodistas han sido asesinados con la más absoluta impunidad en el último decenio. “Los militantes de partidos políticos que atacan a periodistas son protegidos por los partidos y pueden ejercer gran influencia en el gobierno local o en la policía con el objetivo de retrasar u obstruir la investigación”.

En Gambia, tras el asesinato en 2004 de Deyda Hydara, respetado editor y columnista conocido por criticar al presidente Yahya Jammeh, las autoridades no entrevistaron a por lo menos dos testigos clave que resultaron heridos junto con Hydara en el ataque, ni realizaron pruebas de balística básicas –fallas reconocidas hace poco por el tribunal regional de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental. De acuerdo con el fallo del tribunal, emitido en junio de 2014, Gambia no realizó una verdadera investigación del asesinato de Hydara, en parte porque la Agencia de Inteligencia Nacional (National Intelligence Agency, NIA), considerada entre los sospechosos del crimen, realizó la investigación. “Cómo puede la NIA efectuar una investigación cuando el mismo organismo figura entre los sospechosos?”, cuestionó Rupert Skilbeck, director de litigación de la Iniciativa de Justicia del Open Society Institute y quien colaboró con abogados para trasladar el caso al tribunal regional.

A escala global, el fracaso ha sido casi total a la hora de enjuiciar a los autores intelectuales de los asesinatos de periodistas. En apenas el 2 por ciento de los casos de periodistas asesinados por su trabajo entre 2004 y 2013, se ha logrado justicia plena. En la mayoría, no hubo ningún tipo de justicia, o las condenas abarcaron a cómplices de menor importancia y a los sicarios pero no a los autores intelectuales. Un ejemplo claro: en el sonado juicio por el asesinato de la periodista rusa Anna Politkovskaya, hasta se impidió mencionar en la sala de juicio el nombre del sospechoso de ser el autor intelectual. El juicio de otro de los principales sospechosos que podría haber revelado la identidad del autor intelectual, fue realizado a puerta cerrada por orden de las autoridades judiciales.

La condena, dictada el año pasado, del asesino del popular periodista radial filipino Gerardo Ortega, fue una victoria de la justicia, pero a la vez fue un crudo recordatorio de que dos sospechosos, los hermanos Joel y Mario Reyes, ambos poderosos políticos en su región y a quienes Ortega había acusado de corrupción, aún no habían sido capturados pese al testimonio del sicario condenado que los implicaba. En una declaración que refleja los sentimientos de decenas de otros familiares de periodistas asesinados, Michaella Ortega, la hija de Gerardo Ortega, apeló a las autoridades para que buscaran justicia plena contra aquellos con “el poder, el dinero y el móvil para mandar a asesinar a mi padre”.

La victoria parcial de la familia Ortega ejemplifica la minoría del 10 por ciento de casos en que se logra algún grado de justicia. Casi todos los procesos judiciales exitosos son resultado de la intensa presión internacional y nacional, la atención brindada por los medios, la tenacidad de los familiares, las investigaciones paralelas por parte de colegas o los recursos legales interpuestos por organizaciones de la sociedad civil. Cuando reciben presión de todas las direcciones, los Estados sí responden, con lo cual demuestran que la voluntad política puede conseguir resultados.

Si la falta de voluntad política es el primer enemigo de la justicia, los conflictos armados no se quedan atrás. Los distintos tipos de conflictos –luchas sectarias, movimientos políticos insurgentes o el combate conforme se define en el derecho internacional– son telones de fondo de algunos de los climas de impunidad más arraigados. Los periodistas que ejercen la profesión en estos contextos enfrentan un inmenso riesgo a su integridad física. En el quehacer diario, muchos resultan heridos o muertos por el fuego cruzado o por actos terroristas. Sin embargo, inclusive si se tienen en cuenta estos peligros, el asesinato es la principal causa de muerte de los periodistas. Más del 95 por ciento de los periodistas asesinados eran periodistas que trabajaban en sus propios países de origen, y la mayoría de ellos cubrían la política, la corrupción, la guerra o la delincuencia en el momento de los asesinatos.

En los últimos cinco años, Iraq y Somalia han ocupado los dos primeros puestos en el Índice de Impunidad del CPJ, en conjunto con un total de 127 casos de periodistas asesinados, más del doble de la cantidad de periodistas muertos en el fuego cruzado o en coberturas riesgosas. Siria, uno de los pocos países en que las muertes de periodistas por fuego cruzado superan las muertes por asesinato, parece ir por el camino de Iraq y Somalia: en 2014 por primera vez fue incluida en el Índice Global de Impunidad del CPJ al registrar siete casos de asesinato –cifra que desde entonces ha crecido con las decapitaciones de los periodistas freelance estadounidenses James Foley y Steven Sotloff por parte del grupo islamista radical Estado Islámico. El índice de impunidad absoluta de estos tres países en conjunto es del 99 por ciento.

Grupos sectarios armados ejecutaron la mayoría de estos ataques. El grupo Estado Islámico, una escisión de Al-Qaeda, y otros grupos de integristas suníes son considerados responsables de varios de los nueve asesinatos de periodistas ocurridos en Iraq el pasado año, según datos del CPJ. En años anteriores también caracterizados por el auge de la violencia, los periodistas iraquíes fueron asesinados por igual por grupos suníes y chiíes. En Somalia, por muchos años los radicales islamistas de Al-Shabaab han amenazado y agredido a periodistas por el tratamiento informativo de las actividades del grupo. Estos hechos plantean una pregunta crucial: cuando los Estados están en guerra contra los perpetradores de la violencia contra la prensa, ¿se puede culpar a los Estados por no enjuiciarlos?

Para algunos la respuesta es no. “Somalia ha sido escenario de conflictos internos desde 1991 y el país todavía está en guerra con los extremistas”, afirmó Abdirahman Omar Osman, alto asesor de medios y comunicaciones estratégicas del gobierno somalí. “Somalia enfrenta desafíos tales como la carencia de recursos, la ausencia de instituciones efectivas, la falta de seguridad existente mientras el gobierno lucha contra Al-Shabaab, la ausencia de buena gobernanza y muchas cosas más”.

Sin embargo, representantes de los medios están frustrados por lo que consideran como absoluta inacción. “La policía no hace nada cuando asesinan a un periodista”, expresó Abukar Albadri, director de la empresa de medios somalí Badri Media Productions. “Si el gobierno quiere enjuiciar a los asesinos de los periodistas, se aseguraría de que todas sus promesas se concretaran. Se comprometió a crear un grupo de trabajo que investigaría los asesinatos de periodistas y eso no funcionó. Se comprometió a investigar y llevar a los culpables ante la justicia, y hasta el momento no se han realizado investigaciones en ningún caso”.

La inacción es particularmente evidente en los casos en que los propios funcionarios gubernamentales son los sospechosos, y lo mismo sucede con otros actores que no se ocultan tras el poder y la fachada sin identidad de los grupos armados. Por ejemplo, en la norteña ciudad iraquí de Kirkuk, unos atacantes le dispararon al periodista freelance Soran Mama Hama en 2008 poco después de haber denunciado la complicidad de la policía en la red de prostitución local. Pese a que las autoridades locales se han comprometido ante el CPJ a otorgarle atención plena al caso, no se ha reportado ningún arresto.

Un manifestante protesta contra el asesinato de Sardasht Osman, un periodista de 23 años de edad que fue secuestrado y asesinado en 2010. Su asesino no ha sido enjuiciado. (YouTube/FilmBrad)
Un manifestante protesta contra el asesinato de Sardasht Osman, un periodista de 23 años de edad que fue secuestrado y asesinado en 2010. Su asesino no ha sido enjuiciado. (YouTube/FilmBrad)

En un informe especial sobre el Kurdistán iraquí, el CPJ revisó otros casos, entre ellos el asesinato en 2010 de Sardasht Osman, estudiante de periodismo popular por sus artículos sobre actos de corrupción que involucraban a altos funcionarios gubernamentales. Osman fue secuestrado y su cadáver fue hallado dos días después. Las fuerzas de seguridad de Kurdistán atribuyeron la autoría del asesinato a un grupo afiliado a Al-Qaeda, pero familiares y colegas del periodista consideran poco verosímil esta teoría. Un grupo de 75 periodistas, editores e intelectuales kurdos culparon al gobierno. “Creemos que el gobierno regional de Kurdistán y sus fuerzas de seguridad son los principales responsables, y se supone que ellos hagan todo lo posible por encontrar a los autores”, expresaron en una declaración difundida en aquel momento.

En Nigeria, donde cinco periodistas han sido asesinados impunemente en el último decenio, funciona una dinámica similar –aunque en general con índices de violencia más bajos–. En respuesta a la edición 2013 del Índice Global de Impunidad elaborado por el CPJ, un vocero del presidente Goodluck Jonathan atribuyó las muertes de periodistas a las actividades del grupo extremista Boko Haram. Sin duda, Boko Haram es responsable de la muerte de muchos periodistas nigerianos, pero las autoridades no han investigado los asesinatos en casos como el del editor Bayo Ohu, a quien seis atacantes no identificados ultimaron a balazos a la entrada de su hogar, según colegas del periodista por sus artículos sobre la política local.

El terror diseminado por Boko Haram tampoco explica por qué la muerte a disparos en 2006 del galardonado periodista Godwin Agbroko nunca fue investigada exhaustivamente. El cadáver de Agbroko fue hallado en su auto: el periodista presentaba una sola herida de bala en el cuello y sus pertenencias no habían sido robadas. En un inicio la policía catalogó el crimen como un posible robo armado, pero luego indicó que podía tratarse de un asesinato. Desde entonces, no ha habido ningún avance. Ocho años después, la familia de Agbroko todavía lucha por encontrar respuestas. “Todo estuvo rodeado de incertidumbre y no se abrió ningún procedimiento investigativo”, la hija del periodista, Teja Agbroko Omisore, declaró al CPJ. “Ni abrieron nada ni hicieron nada”.

Durante su primer discurso sobre el estado de la nación en 2011, el presidente filipino Benigno Aquino III se comprometió a que su gobierno se esforzaría por poner fin a la impunidad e introducir una era de “pronta justicia”. Sus palabras fueron bien recibidas por los colegas y familiares de las víctimas de la masacre de 2009 en Maguindanao, quienes han buscado la resolución y el consuelo tras la matanza de 58 personas, entre ellos 32 miembros del gremio periodístico. No obstante, la justicia no ha llegado prontamente.

En el momento de la apertura del caso por la masacre de Maguindanao, pocos observadores esperaban el rápido enjuiciamiento de los responsables. Con 58 víctimas y más de 180 sospechosos, hasta el sistema judicial más eficiente tendría dificultades para impartir justicia con celeridad. Sin embargo, a medida que se acerca el quinto aniversario de este horrendo crimen y no hay ninguna condena a la vista, el lento paso de la justicia ha hecho que a muchos les preocupe que la justicia se dilate más allá de lo soportable o que sea sumamente perjudicada, o que ambas posibilidades se cumplan.

El juicio por la masacre de Maguindanao ha sido descrito por el presidente Aquino como una “prueba de fuego” para la justicia filipina, una oportunidad de demostrar que la tolerancia de la impunidad tiene límites en la más antigua democracia de Asia. Por el contrario, el proceso judicial ha puesto de relieve las fallas del país.

Los países donde el CPJ ha constatado altos índices de violencia contra la prensa e impunidad, como el caso de Filipinas, suelen caracterizarse por la débil capacidad investigativa y procesal de sus instituciones o por la corrupción y violenta intimidación que domina a sus sistemas judiciales. Según Prima Jesusa Quinsayas, abogada del Freedom Fund for Filipino Journalists, los hechos de la masacre reflejan este patrón de impunidad: la deficiente investigación, los privilegios de algunos sospechosos durante su detención, el poco acercamiento a los testigos y su inefectiva protección, y las tácticas dilatorias de la defensa. Quinsayas es una abogada particular que representa a muchas de las familias de las víctimas. En el sistema judicial filipino, un abogado particular puede trabajar junto con el equipo de fiscales estatales.

Según la opinión de muchos, se emplearon métodos deficientes para recabar evidencia. Organizaciones de prensa locales efectuaron una misión de investigación poco después de los asesinatos y encontraron que el área alrededor de la escena del crimen no había sido asegurada. Los equipos de búsqueda utilizaron una excavadora en lugar de palas para retirar a las víctimas enterradas, un método que puede haber destruido evidencia forense. Los objetos personales de las víctimas, entre ellos las tarjetas SIM de sus teléfonos celulares, no habían sido recolectados. “El caso se desplomaría si dependiera de la evidencia recabada”, declaró José Pablo Baraybar, director ejecutivo del Equipo Peruano de Antropología Forense, una ONG peruana que fue invitada a examinar la escena del crimen. Las autoridades todavía no han capturado a decenas de sospechosos.

Debido a estas deficiencias, el testimonio de los testigos ha sido de importancia primordial en el caso. Pero en una serie de violentos reveses, tres importantes testigos han sido asesinados. Uno de ellos, Esmael Amil Enog, fue mutilado y sus restos fueron dejados en una bolsa. El testimonio directo de Enog, un chofer contratado el día de la masacre, había permitido la identificación de muchos de los sujetos armados. Dos familiares de testigos fueron asesinados y un tercero fue herido tras ser blanco de numerosos disparos. La pérdida de testigos ha provocado el escrutinio del programa filipino de protección de testigos, al que muchos consideran escaso de recursos. Quinsayas expresó que le han pedido que ella misma escolte a los testigos a las audiencias judiciales, en lugar de contar con protección gubernamental. Mary Grave Morales, cuyo esposo y hermana, ambos periodistas, fueron unas de las víctimas de la masacre, señaló al CPJ el año pasado: “Cuando todos los testigos de los crímenes también estén muertos, el juicio no servirá de nada. No se hará justicia”.

Los acusados, varios de ellos importantes miembros de la poderosa y rica familia Ampatuan, cuentan con amplios recursos para obstruir la justicia. Algunos familiares de las víctimas, quienes ya sufrían la pérdida de la persona que sustentaba a la familia, afirman que se les han acercado para amenazarlos y ofrecerles sobornos. Mientras tanto, el equipo defensor de los acusados ha empleado tácticas legales para dilatar el caso por años, y se ha aprovechado de procedimientos procesales que para muchos necesitan de una urgente reforma en Filipinas. En otros casos, particularmente en los asesinatos de Marlene Esperat y Gerardo Ortega, dos populares periodistas que denunciaban la corrupción, este tipo de maniobra jurídica les ha ganado tiempo y oportunidades a los autores intelectuales para encontrar la manera de escapar del juicio. Para los testigos y los familiares de las víctimas, cada año que el juicio se prolonga es otro año en que deberán vivir bajo el miedo o las intensas presiones sicológicas y financieras.

Pero ellos también están preocupados por una amenaza que podría parecer contradictoria: que el gobierno pueda actuar con demasiada prisa. En febrero de 2014, la Fiscalía declaró en el tribunal que “ya no se inclinaba” a presentar más pruebas contra los 28 acusados que habían comparecido ante el tribunal, y que estaba lista para concluir los argumentos contra ellos. Por un lado, este paso llevaría el proceso contra estos sospechosos, entre ellos Andal Ampatuan Jr., el acusado de liderar la masacre, de la fase de audiencias de petición de fianza a la fase de juicio penal. Al mismo tiempo, también limitaría el ámbito de pruebas admisibles. “Me preocupa que, con el pretexto de conseguir una pronta justicia, lo que en cambio obtengamos sea justicia a medias”, expresó Quinsayas.

Deficiencias en las instituciones encargadas de la aplicación de la ley ayuden a los perpetradores a escapar de la justicia en otros países donde los periodistas son blanco de atentados, entre ellos Pakistán, Nigeria y Honduras. En México, la extensa corrupción en las fuerzas de seguridad pública, el Poder Judicial, y el sistema político ha arrojado como único resultado las investigaciones más superficiales en decenas de casos en que los periodistas han muerto asesinados o han desaparecido mientras informaban sobre las actividades delictivas de los carteles de narcotraficantes. El empleo de la violencia para eliminar o intimidar a cualquiera que se interponga en el camino de la impunidad también se observa en México, país que ocupa el séptimo lugar mundial en el Índice Global de Impunidad del CPJ por la cifra de casos no resueltos de asesinato de periodistas. En un caso desconcertante, tanto el principal investigador federal a cargo del caso de Armando Rodríguez Carreón, veterano reportero de Sucesos que murió asesinado, como su sucesor en el cargo, fueron asesinados. Sicarios ultimaron a balazos a Rodríguez en su auto, en frente de su hija de ocho años, en noviembre de 2008.

La batalla para enfrentar estos problemas sistémicos no es sencilla, pero han surgido estrategias. México recientemente adoptó una ley que les otorga a las autoridades federales mayor jurisdicción para investigar los ataques contra periodistas, en lugar de dejarlos en manos de la policía local, que tiene mayores probabilidades de actuar en complicidad con los grupos criminales que dominan sus zonas, o de ser influenciada por ellos. En 2010, las organizaciones filipinas defensoras de la libertad de expresión de manera conjunta presentaron recomendaciones ante el Departamento de Justicia. Entre ellas se encuentran fortalecer el programa de protección de testigos; formar equipos de respuesta con representantes del gobierno, los medios y las ONG para investigar los asesinatos de periodistas; y modificar normas procesales que, en las palabrasof Melinda Quintos De Jesus, directora del Center for Media Freedom & Responsibility, “sacudan los cimientos de un sistema judicial que parece existir exclusivamente para beneficio de los abogados”.

Inclusive si tales medidas se adoptaran e implementaran plenamente, llevará tiempo para que marquen una diferencia. Mientras tanto, se debe sostener la vigilancia internacional y nacional en torno al juicio por la masacre de Maguindanao, señala Prima Quinsayas, quien añadió: “Dejar de prestarle atención equivale a una derrota ante el dilatado proceso judicial, lo cual es una de las características de la cultura de impunidad en Filipinas”.

Pocos países tienen mejor caldo de cultivo para un clima de impunidad que Paquistán. El país y sus medios de comunicación habitualmente sufren la violencia perpetrada por extremistas armados y grupos políticos, sin hablar de la delincuencia organizada. La política paquistaní es turbulenta y las instituciones judiciales son débiles. Con un historial de tensas relaciones entre los medios y el gobierno, es fácil de cuestionar la voluntad política. Los ataques contra la prensa con saldo de muertos y heridos entre los periodistas son frecuentes. Entre 2004 y 2013, por lo menos 23 periodistas fueron asesinados, y hasta este año, Pakistán presentaba un historial de absoluta impunidad en estos casos.

A comienzos de marzo de 2014, se conoció que el Tribunal Antiterrorismo de Kandhkot había condenado a seis sospechosos del asesinato de Wali Khan Babar, un popular presentador de televisión. Babar, presentador del noticiero de Geo TV, fue asesinado mientras se dirigía del trabajo a la casa, en Karachi, el 13 de enero de 2011. Cuatro acusados fueron sentenciados a cadena perpetua; otros dos que no habían sido capturados por la policía, fueron sentenciados en ausencia a pena de muerte. Pero la justicia que se ha logrado está muy lejos de ser plena. Además de los dos sospechosos que permanecen sueltos, no se ha enjuiciado a los autores intelectuales del crimen. Aunque el caso representa una relativa victoria para los periodistas paquistaníes, también deja un sabor amargo. “De todas maneras, preferiríamos que no se nos felicitara por haber perdido a un periodista”, expresó al CPJ Shahrukh Hasan, director gerente del Jang Group, propietario de Geo TV, durante una visita al canal en marzo del presente año.

No se han esclarecido todos los móviles del asesinato de Babar, pero varios sospechosos condenados por el asesinato están vinculados al Movimiento Muttahida Qaumi, un partido político que goza de enorme poder en Karachi. En un informe especial del CPJ publicado en 2013, la periodista Elizabeth Rubin analizó la impunidad en los actos de violencia contra los medios de Pakistán, entre ellos el caso de Babar, y llegó a la conclusión de que la labor periodística que Babar realizaba en Geo TV lo había enfrentado con el partido.

Los asesinos de Babar fueron a extremos inimaginables para protegerse, y el camino a la justicia ha estado teñido de sangre. En los tres años transcurridos entre el asesinato y la condena de los acusados, por lo menos cinco personas vinculadas con la investigación y el proceso penal también murieron asesinadas. Entre ellas se encontraba un informante cuyo cadáver apareció en un saco a las dos semanas del asesinato; dos agentes de la policía que trabajaron en el caso; el hermano de un jefe de la policía local, en una posible advertencia; y un testigo presencial, ultimado a disparos unos días antes de que le tocara testificar. Dos fiscales que trabajaron en el caso recibieron amenazas y se vieron obligados a marchar al exilio.

En algún momento, el caso atrajo la atención del primer ministro Nawaz Sharif, quien asumió el poder tras las elecciones generales de 2013. En una reunión con el CPJ, el secretario del Interior de la provincia de Sindh recordó que el primer ministro comenzó a hacer llamadas telefónicas para verificar el avance del caso. En septiembre de 2013, el entonces presidente de la Corte Suprema de Pakistán, Iftikhar Muhammad Chaudhry, censuró en una audiencia a los organismos de seguridad pública de Karachi, y exigió un informe sobre sus fracasos en el caso Babar. Mientras tanto, Geo TV, en ese momento uno de los principales y más populares canales, le dedicó una amplia cobertura informativa al caso.

Las organizaciones paquistaníes defensoras de la libertad de prensa realizaron vigorosas campañas para lograr justicia en los casos de Babar y de decenas de otros periodistas caídos en el ejercicio de la profesión. La atención internacional también creció. A principios de 2013, la ONU comenzó a implementar su Plan de Acción sobre la Seguridad de los Periodistas y la Cuestión de la Impunidad, que designaba a Pakistán como un país de estudio. El plan, elaborado por la UNESCO, insta a los Estados miembros a tomar medidas para mejorar las investigaciones y los procesos penales en los casos de asesinato de periodistas y, entre otras medidas, a mejorar la seguridad de los periodistas.

La familia de Babar también se negó a quedarse de brazos cruzados. Su hermano, Murtaza Khan Babar, contrató abogados para que ayudaran a la Fiscalía, pero las amenazas obligaron a dos de ellos a renunciar. Otro fue asesinado. Murtaza gastó 1,5 millones de rupias pakistaníes (aproximadamente USD 15,000), en un país donde el salario anual promedio es de poco más de USD 3,000. “Mi empresa sufrió. Vendí mi casa”, recordó el hermano de Babar, quien también teme por su vida mientras algunos de los sospechosos continúen sueltos.

Sus peticiones y la enorme presión que rodeó el turbulento caso provocaron el traslado del juicio de Karachi a un tribunal antiterrorismo en Shikarpur, donde la poderosa red de apoyo de los acusados tenía menos alcance e influencia. Los tribunales antiterrorismo agilizan los procesos penales y ofrecen un ambiente con mayor protección. Aunque demasiado tarde como para tener un impacto directo en el caso de Babar, a finales de 2013 la asamblea provincial de Sindh adoptó una ley para establecer un programa formal de protección de testigos. El veredicto que siguió ha sentado las bases para que Pakistán revierta su historial de impunidad. “Ahora cualquiera que quiera asesinar a un periodista lo pensará 10 veces”, señaló Murtaza Khan Babar.

Los elementos responsables de las condenas dictadas en el caso Babar muestran estrategias que pueden ser efectivas en el combate contra la impunidad. El traslado de los juicios para asegurar un proceso imparcial y mayor protección de los testigos, se ha empleado para obtener condenas en otros casos. En Filipinas, el Freedom Fund for Filipino Journalists, con la ayuda de abogados particulares, ha presentado peticiones que los jueces han otorgado para que se cambiara la sede del juicio de los acusados de asesinar a Marlene Garcia-Esperat, al igual que en otros casos que concluyeron con la condena de los principales sospechosos. La intensa cobertura informativa ofrecida por la cadena brasileña TV Globo luego del secuestro y asesinato de su reportero Tim Lopes a manos de unos narcotraficantes en el 2002, presionó a las autoridades a obtener plena justicia; y al mismo tiempo impulsó a los medios brasileños a comenzar la lucha contra la impunidad, lucha que continúa hasta nuestros días. Los sacrificios y el valor de familiares, como Murtaza Khan Babar y Myroslava Gongadze, son indispensables. Lo primordial, el apoyo en los más altos niveles de liderazgo, es lo que inclina la balanza hacia la obtención o la ausencia de justicia.

Una delegación del CPJ visitó Pakistán en marzo de 2014, poco después del veredicto del caso Babar, y mencionó el caso en reuniones con el primer ministro Sharif y otros funcionarios de gobierno. Ellos en general estuvieron de acuerdo en que el juicio ofrecía varias lecciones y que representaba una oportunidad para que Pakistán se transformara de oveja negra a modelo en esta cuestión. Sharif se comprometió a varias medidas en esa reunión que, si se implementan, podrían mantener el empuje. Entre ellas se encuentran el establecimiento de una comisión conjunta gobierno-prensa para abordar los persistentes ataques contra periodistas y la cuestión de la impunidad; trasladar la sede de los juicios en otros casos; y ampliar los programas de protección de testigos. El ministro de Información pakistaní, Pervaiz Rasheed, declaró que el gobierno designaría fiscales especiales tanto provinciales como federales para investigar los crímenes contra periodistas.

Sería sumamente incorrecto decir que estamos en presencia de una nueva era en el combate contra la impunidad en Pakistán. El gobierno aún no ha cumplido estos compromisos. No se ha impartido justicia en los casos de los testigos y fiscales que fueron asesinados a lo largo del caso Babar, ni ha habido avances en otros casos de asesinato de periodistas. En muchas maneras la situación en Pakistán ha empeorado desde el veredicto y la visita del CPJ. Se han registrado varios nuevos ataques, como por ejemplo el atentado contra Hamid Mir, presentador principal de Geo News. Y el gobierno ha hostigado a los medios de comunicación pertenecientes al Jang Group tras sus denuncias de que los servicios de inteligencia pakistaníes perpetraron el ataque contra Mir. Sin embargo, el caso Babar permite vislumbrar, por lo menos brevemente, un futuro en que la justicia es posible incluso en los ambientes más hostiles para los medios.

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